Víctor M. Toledo
E
n un ensayo anterior ( La Jornada, 3/2/15), dejamos asentado, a partir de diversas evidencias, que el sistema-mundo (la humanidad junto con su hábitat planetario, incluyendo a los seres vivos) se mueve hacia un caos o colapso global, a consecuencia de tres grandes procesos: el dislocamiento del ecosistema del planeta; el incremento de la desigualdad social por la concentración de riqueza; y la ineficacia y parálisis de las principales instituciones del mundo moderno. Se trata de una crisis de civilización que requiere de una transformación radical, pacífica y profunda.
También señalamos que el primer paso para detener ese deslizamiento hacia el vacío es reconocerlo. El segundo es ubicar sus causas profundas que, de acuerdo con la ecología política, se hallan en la doble explotación que hace una élite parasitaria y depredadora del trabajo de la naturaleza y del trabajo humano. Finalmente afirmamos que este proceso entrópico (o caótico) se manifiesta en cada país de forma diferente. Unas veces lento y sutil, otras de forma súbita y hasta catastrófica. ¿Qué sucede con el caso de México?
El país se ha ido convirtiendo en un infierno. El conjunto de múltiples análisis revela con dramatismo a la escala nacional lo que también ocurre, aunque como fenómenos menos cruentos, a nivel planetario. México se ha convertido en un experimento extremo de lo que sucede con el sistema-mundo. Contra lo que suele suponerse el país ha sido arrasado, sus fronteras disueltas, sus instituciones desmanteladas, para dar lugar a una guerra de exterminio subrepticia u oculta, en la que una élite parásita y depredadora chupa la sangre de la naturaleza y de la gran mayoría de los mexicanos. Se trata de unas cuantas decenas de corporaciones mineras, hidráulicas, turísticas, carreteras, energéticas, bancarias, biotecnológicas, financieras, habitacionales, haciendo añicos los recursos naturales del país y/o extrayendo plusvalía del esfuerzo de millones de trabajadores, o ganancias descomunales por los servicios ofrecidos. La propia clase política, incluyendo a prácticamente todos los partidos, se ha vuelto parte de esa élite y ha hecho su trabajo legislativo y funcional abriendo candados, disolviendo obstáculos, reduciendo o condonando impuestos, aceitando la maquinaria de la doble explotación. A ello habría que agregar, como cereza en el pastel, el crecimiento exponencial de la industria y comercio de las drogas.
He aquí lo que ha quedado de esta guerra. Los manantiales, ríos, lagos, minerales, petróleo, gas, paisajes escénicos, alimentos, costas, playas y hasta el aire mismo (parques eólicos) han quedado bajo la explotación mercantil o están en tránsito hacia ello. Al mismo tiempo, el trabajo de los mexicanos ha sido castigado durante 30 años. Los salarios descendieron tan abruptamente que el trabajo en México es uno de los peor pagados del mundo. Hoy el salario mínimo equivale a unos 2 mil pesos mensuales (133 dólares), y 2.6 por ciento de las familias mexicanas ganan un salario mínimo, 34.5 por ciento dos, 19.5 por ciento tres y 11.3 por ciento cuatro (datos del IMSS, diciembre de 2014). Es decir, en conjunto 67.9 por ciento de los mexicanos se encuentran en diferentes dimensiones de pobreza, y a los niveles que prevalecían en ¡1992! En paralelo, 9 millones de jóvenes no tienen acceso ni al trabajo ni a la escuela. Mientras, la élite política gana anualmente 7.3 millones (Suprema Corte de Justicia), 4.6 millones (Presidente de la República), 3.1 millones (senadores), 2.2 millones (diputados), 4.6 millones (presidente del INE) y 3.8 millones (presidente del Ifai). Al mismo tiempo, los seis principales bancos que operan en el país ganan cada año miles de millones de dólares o euros, y las empresas y corporaciones obtienen jugosas ganancias. México, como buena parte del mundo, es un maravilloso casino para el negocio, legal e ilegal, el lavado de dinero y la evasión fiscal.
Pero el asunto no termina ahí; al contario, ahí comienza. Como este mecanismo impío de desigualdad social y depredación ecológica necesitó de la mayor libertad posible, el país es, desde el punto de vista institucional y jurídico, un
hoyo negro: 92 por ciento de los delitos que se cometen jamás se persiguen y castigan. Estamos en un paraíso para los delincuentes. Nada detiene a un ciudadano para delinquir más que su propia ética, sus creencias religiosas o su sentimiento de culpa. Las leyes no existen. Entonces la corrupción se ha convertido en el deporte nacional por excelencia: los banqueros delinquen, los gobernadores (Chihuahua, Puebla, Guerrero, Tabasco, Veracruz, Coahuila, Sonora, Michoacán) también. Los militares, magistrados y autoridades electorales delinquen. Los fraudes, trampas, tranzas y abusos de todo tipo se multiplican por todas las regiones y en todos los sectores, y los derechos humanos languidecen en miles de fosas. De ahí surge la inseguridad: cada dos horas desaparece un mexicano, se roban miles de autos y se cometen miles de plagios y extorsiones. Sólo en 2014 fueron asesinados 34 mil 417 individuos. Es la cara visible de la guerra que se quiere ocultar.
Que el país camina directamente al caos parece muy probable. Más aún cuando se considera lo siguiente: la deuda pública aumentó con EPN 22 por ciento (2 mil millones diarios), las pérdidas por desastres naturales se incrementaron hasta alcanzar 22 mil millones de pesos anuales; la ineficiencia de los bancos dejó 129 mil demandas de los usuarios en 2014, hay ya más de un millón de esquizofrénicos, el cambio climático acecha, la democracia no existe y el país se queda sin petróleo en 10 años. Todo indica que se pone a prueba un experimento suicida global en esta nación llamada México. ¿Lograremos detenerlo? ¿Reaccionaremos?
No hay comentarios:
Publicar un comentario