Bernardo Bátiz V.
N
uevamente el gobierno de la ciudad de México tiene que sortear problemas cuyo origen es extraño a él y otra vez la ciudadanía de la capital ve la normalidad de su vida cotidiana afectada por las marchas y sus consecuencias, motivadas por la cerrazón e ineficacia de las autoridades federales, que no ha entendido lo que sucede a cabalidad ni ha tenido la prudencia de moderar su inverosímil y desorientada publicidad, ni frenar su discurso engañoso con el que pretende vanamente detener la indignación que crece dentro y el desprestigio que se extiende fuera.
A nadie, ni fuera ni dentro del país, ha convencido el discurso oficial, vacuo, repetitivo, mal expresado, de que se actúa con apego a la ley y buscando condiciones para un mejor futuro para todos; se reitera que se lucha por hacer de México un Estado
competitivo, sin que se explique con claridad que es lo que con esto se quiere expresar, ya que al mismo tiempo que nos pretenden capaces para la competencia, entregan nuestros recursos a los que compiten con nosotros.
A nivel nacional, la indignación crece y se manifiesta lo mismo en las calles del Distrito Federal que en las de muchas ciudades de todo el país, en las redes sociales y en la política; un ejemplo es la salida concertada de las reuniones del Instituto Nacional Electoral (INE) de siete partidos que ya no soportaron la parcialidad de este organismo tan desprestigiado.
En el ámbito mundial, la ceguera oficial se ve con claridad en todas partes, en el Parlamento Europeo, en el congreso de Costa Rica, en la voz del pontífice católico en Roma y hasta en la denuncia del ganador del Oscar en Hollywood, el mexicano Alejandro González Iñárritu.
La respuesta del gobierno federal ante la indignación interna y las críticas externas, es la misma: echar más leña a la hoguera en lugar de buscar fórmulas para contenerla; se sobreactúa en actos de autoconsumo ante escenarios ad hoc para la televisión, en la que cada vez se cree menos; ya no es suficiente ese recurso y todavía lo hacen más repulsivo para la opinión pública, eludiendo afrontar las causas del descontento interno y del desprestigio externo, con autoengaños torpemente preparados y discursos manidos que a nadie convencen.
Los niños se desvanecen por el calor durante la espera del discurso presidencial en la celebración del Día de la Bandera; el mensaje se pronuncia bajo un toldo protector para el anfitrión y sus invitados, mientras que su forzado auditorio tiene que soportar por horas el sol canicular sin protección alguna; es un botón de muestra de la falta de sensibilidad mínima frente a lo que requiere la gente que es supuestamente destinataria de los discursos, pero que en realidad solamente es parte secundaria, actores de relleno en el escenario o set previamente preparado para la transmisión a los televidentes.
La ciudad de México, sus gobernantes y gobernados mientras tanto tienen que afrontar los problemas del gobierno federal, su propio aparato operativo hace lo mejor que puede y algunas veces arrastrado por las malas formas de los estrategas del presidente, también se excede en su actuación.
¿Qué es lo que no entiende el gobierno federal? En primer lugar no han podido explicar la causa próxima del descontento, que fue lo sucedido hace cinco meses en Iguala y en segundo lugar por que ni siquiera se plantean bien las causas profundas, sociales y económicas del distanciamiento entre gobernantes y ciudadanos; la desconfianza de éstos se deriva de la propia torpeza de los primeros. Como alguien dijo, recordando a los Chuanes de la Revolución Francesa, ni aprendieron nada ni olvidaron nada.
No acaban de comprender que la política es la búsqueda del bien común a partir de hechos y decisiones acertadas y que de ninguna manera puede sustituirse con discursos y espectáculos para engañar a quienes ya aprendieron que las palabras mal o bien dichas, ni sirven a la economía ni dan seguridad, salud o educación digna.
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