Pedro Miguel
E
l lunes 9 de febrero el secretario de la Defensa Nacional, general Salvador Cienfuegos, advirtió de la existencia de agentes sociales no especificados
que quisieran alejarnos (a las Fuerzas Armadas) del pueblo(http://is.gd/fRyCq1 ). Unos días después, el viernes 13, el presidente de la Confederación de Cámaras Nacionales de Comercio, Servicios y Turismo (Concanaco Servytur), Enrique Solana Sentíes, en la firma de un convenio entre el Consejo Coordinador Empresarial (CCE) y las secretarías de Marina y Defensa, afirmó:
por ningún motivo permitiremos que se metan en los cuarteles, en referencia a los padres de los 43 normalistas desaparecidos en Iguala el 26 de septiembre. “Tengo mucha pena por lo que les pasó –agregó el representante empresarial–, pero no vamos a abrir todos los cuarteles del país porque quieren ver si están ahí o no los muchachos. Es meterse a las entrañas de la sociedad mexicana, la parte más íntima de nuestro ser, y dijimos que no aceptamos que se abran los cuarteles a nadie que no sea el Ejército” (http://is.gd/wwwkHg ).
Cuatro días tardaron las cúpulas empresariales en ponerse el saco lanzado por el titular de la Sedena: si alguien se empeña en mantener un muro infranqueable entre los institutos armados y el resto de la población es, precisamente, un empresariado que percibe como de su propiedad al país en general y a las fuerzas armadas en particular. Esa percepción explica la insolencia del nos mayestático empleado por Solana Sentíes que constituye, desde una perspectiva republicana, una flagrante usurpación de funciones: el
no vamos a permitirque los padres de los desaparecidos busquen a sus hijos en los cuarteles sólo puede explicarse a partir de un sentimiento de propiedad de los establecimientos militares. Lamentablemente para el declarante, las reformas peñistas no están tan avanzadas como para dar a las cúpulas empresariales la atribución de decidir lo que ocurre en los cuarteles: tal atribución corresponde al Poder Ejecutivo (del que los propios mandos militares forman parte), a los organismos jurisdiccionales y, por vía de la legislación, al Congreso. El afirmar otra cosa es admitir que el país vive los tiempos posteriores a un golpe de Estado que ha entronizado la dictadura del empresariado.
Ciertamente, lo dicho por Solana Sentíes no carece de bases reales: el gobierno de Peña es uno más de las administraciones empresariales impuestas en México en décadas recientes, en un ciclo que ha reducido al Estado a mecanismo de optimización de utilidades y rendimientos y, de paso, destruido al país, porque no hay negocios más rentables que los de las delincuencias en sus distintos ramos: del tráfico de drogas y de personas al fraude, de la ordeña de ductos de Pemex a la evasión fiscal, del secuestro a la colocación de fortunas personales y familiares en el HSBC de Suiza, de la imposición de derechos de piso a la población al tráfico de propiedades inmobiliarias a cambio de favores en la otorgación de contratos.
Para el empresariado, el acuerdo es funcional: uno de sus segmentos, sumergido en la ilegalidad manifiesta, produce las ganancias que el otro sector blanquea en sus negocios
legalesy en sus instituciones de crédito. Los capos son la otra cara de la moneda de los capitanes de empresa y los altos funcionarios. La nota roja es el correlato del cuello blanco.
En ese desorden de cosas el empresariado propietario necesita instituciones públicas (
susinstituciones) corrompibles, ajenas al escrutinio público y dotadas de plena impunidad, incluidas, claro, las corporaciones policiales y los institutos armados.
La conformación de la delincuencia como un sector económico propiamente dicho es consecuencia de ese modelo, y uno de sus subproductos es la inseguridad generalizada y la erosión del estado de derecho. Ante tales fenómenos, ha sido primordial la voz del empresariado para presionar al uso (al abuso) de las fuerzas armadas en funciones policiales, y ese recurso explica, en buena medida, la causa de los cuestionamientos públicos que hoy enfrentan.
El general Cienfuegos tenía razón: las instituciones militares son pueblo y no deberían apartarse del pueblo. Quienes han operado para inducir la distancia no son precisamente los campesinos, los normalistas, los sindicalistas ni las diversas organizaciones sociales y políticas de la sociedad, sino las facciones político-empresariales que se sienten dueñas del país. Y mal harían los mandos militares del país en interpretar como expresiones de solidaridad de las cúpulas empresariales lo que es una mera manifestación de propiedad.
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