jueves, 19 de febrero de 2015

La esperanza, el juguete roto de la democracia

Adolfo Sánchez Rebolledo
T
odavía recuerdo vivamente los días en que la Comisión de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra condenaba un año sí y otro también a Cuba, por violaciones a los derechos humanos. En México gobernaba el PAN y en Tlatelolco estaba un secretario todopoderoso que había decido cambiar hasta los cimientos la política exterior mexicana, a la que ya otrosmodernizadores como el doctor Zedillo consideraban una rémora del pasado, inservible ante la magna tarea de inscribir a México en el mundo global bajo el canon liberal establecido en el Consenso de Washington.
Y así fue. México, que había desarrollado sus propias instancias, como la CNDH, se sumó al engranaje internacional en sincronía con las políticas capitaneadas por el Departamento de Estado, en una era de guerra total contra el terrorismo, que también abarcaba a la Unión Europea (un recuerdo para el solitario Adolfo Aguilar Zinser).
El arma de los derechos humanos se usó contra Cuba para desestabilizar al régimen, siguiendo la lógica del destino manifiesto, que apenas hoy el gobierno de Obama admite como el gran error del ultimo medio siglo de diplomacia estadunidense. Pero no todo era manipulación, cortina de humo. México, la sociedad y sus organizaciones, la inteligentsia de todos los colores, pedían a gritos cambios en la relación con el Estado y la actuación de los gobiernos, el reconocimiento explícito de las normas y tratados internacionales como condición para la democracia.
Se trataba, y se trata hoy más que nunca, de romper con el círculo vicioso de la impunidad que desde 1968 (al menos) mancha con un velo de barbarie la vida mexicana. Se reformaron las normas, pero las desapariciones forzadas se incrementaron exponencialmente como resultado de las estrategias asumidas por el Estado para combatir al narcotráfico mediante una guerra en forma. Públicamente aparecieron listas de desaparecidos que jamás se investigaron, se hallaron decenas de fosas dispersas por todo el país y las denuncias de los familiares que se negaron a olvidar le dan el tono al discurso mexicano, por encima de los arrogantes sueños del reformismo oficial que late entre la improvisación y el desorden, entre la crisis del petróleo y las desatadas ambiciones de los inversionistas. El país de carne y hueso tropieza con el desánimo y la incertidumbre.
Si en aquellos días de las condenas a Cuba sobraban los entusiastas que ya se sentían en el reino de la democracia no discutible, hoy la resolución de la comisión de la ONU en torno al tema de la desaparición forzada, revivido por la causa de Ayotzinapa, crea malestar en el gobierno y entre los impacientes que tienen prisa por cerrar el asunto. En el fondo la cuestión es definir cuál es la responsabilidad atribuible al Estado, y eso crea escozor.
Dos secretarios de Estado han salido al ruedo para poner los puntos sobre las íes, como si el problema fuese la insensibildad de la comisión para registrar los avances en la materia, un asunto acerca de redacción formal del documento y no los gravísimos hechos a los que la comisión se refiere mediante recomendaciones muy pertinentes. La Presidencia –pues de ella depende la postura mexicana– ha recaído una vez más en el formalismo tradicional, que considera resuelto un problema cuando éste se inscribe en un texto jurídico con valor legal. Qué diferencia con la CNDH que aplaudió la resolución viendo en ella coincidencias sustantivas y no desacuerdos esenciales.
En mi opinión, las instrucciones de Peña Nieto son erróneas en este punto porque no encaran el tema de las desapariciones como un asunto estratégico para el Estado mexicano. Es decir, como una cuestión de Estado que debe afrontarse políticamente en su integridad. No sólo es un asunto para el Ministerio Público, que lo es, pero el Presidente paree haberse olvidado de que él encarna al Estado y no sólo al aparato que le hace ganar elecciones a cualquier costo.
Las quejas recurrentes contra los políticos en general se alimentan de estas muestras de autocomplacencia, de la incapacidad de ponerse en los zapatos del otro, consagrando la riesgosa fractura que asoma las orejas tras los preparativos del proceso electoral en ciernes.
El país necesita hablar, deliberar y actuar. Ya no bastan las declaraciones. La conquista del voto libre y la necesidad de afirmar la vigencia de los derechos humanos son obra de la sociedad, no concesiones del Estado-gobierno. Cuidado con echarlas por la borda junto con el desencanto por la política, que a su modo se ha convertido en un mercado al que concurren todos los intereses, entre ellos los que aspiran a que el resultado de la obstinada (sic) decadencia del régimen derive en una democracia aséptica, insustancial y manipulable, o en un negocio, lo cual separa al ciudadano del político, convertido en un gestor de sí mismo, y a los partidos en camarillas funcionales a la operación del sistema.
Sin embargo, no todos los militantes de una causa justa se han convertido en profesionales a la busca de posiciones y posesiones. No todos son iguales. No permitamos que las elecciones, ganadas con grandes esfuerzos, terminen siendo el juguete roto de la esperanza democrática.

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