lunes, 23 de febrero de 2015

Nunca nada fue tanto

Hermann Bellinghausen
A
unque existen múltiples excepciones de distintos órdenes, hoy todo se interpreta y vive en términos generales. En consecuencia, queremos encontrar la verdad en las estadísticas. Nunca nada fue tanto. La población rebosa ciudades y campamentos, y sus necesidades son muchísimas. Qué no se magnifica. La producción de alimentos, energía y objetos de consumo inunda las superficies del planeta hasta ahogarlas y, sin embargo, no alcanza. Símbolo elocuente de nuestro tiempo es la isla flotante de plástico y desechos industriales que dicen vaga por el océano Pacífico, indestructible y desafiante. Tierra de nadie. Tierra de nada. No hubo en el pasado un periodo en el cual, como ahora, la acción del hombre tuviera impacto determinante en la continuidad de los ciclos terrestres. El oxígeno se acaba, se extinguen las especies y la mayoría de las lenguas. El mundo mineral tomó la delantera, pronto seremos como Marte. Lo presagian las sequías e inundaciones, los hoyos pardos de las minas y los pozos para extraer lo fósil y convertirlo en, y sólo en, humo. La demasiada población y la demasiada producción, esa abundancia de vida, generan su contrario: una naturaleza inerte. Nunca tanto fue tan poco.
La naturaleza viva se retrae allí donde ponemos urbanizaciones, carreteras, tiraderos, represas, torres eólicas, complejos petroleros, tajos profundos, fracturas. O por efecto de las guerras: territorios arrasados, talados o minados, campos rociados con veneno y solventes brutales. La humanidad devino su propio Atila y tan tranquila: donde pisemos ¿crecerá la hierba? Como lo pone Godard en Adiós al lenguaje: El hombre, cegado por la conciencia, es incapaz de ver el mundo, a diferencia de los animales (el perro, por ejemplo).
La globalización es nuestra torre de Babel. Queremos todo. Nos han hecho creer que es posible obtenerlo. Que la vida es un supermercado y en eso consiste la libertad. Así operan la publicidad y la educación informal –hoy dominante– en medios electrónicos y redes sociales. A fin de cuentas así funciona la economía. Un pequeñísimo grupo de ricos, gracias a comandar la producción de bienes y la extracción de males, son dueños de (casi) todo. Lo que producimos nos lo venden. Ya el joven Marx de los Manuscritos económico-filosóficos seguía el rastro de las necesidades como motor de la producción. Entre más necesidades (reales o de percepción: necesito abrigo, comer, beber, es una cosa; otra, necesito ese modelo, esa mansión, esa droga), mayor producción. Y más alienación de la masa productora/consumidora. Agnes Heller analizó memorablemente La teoría de las necesidades a la luz del siglo XX. A la escala de nuestros días, la pensadora húngara se quedó corta. Ya no digamos Marx. Y sin embargo acertaron.
Las necesidades básicas son las animales. Cuando se rebasan comienza la historia. La acumulación de necesidades y cosas que las satisfagan es motor de las civilizaciones (los faraones necesitaron pirámides y sentirse dioses; los magnates hoy necesitan que necesitemos Coca-Cola, cocaína y celulares). En el capitalismo tardío, como nunca antes, la casta dominante, el uno por ciento (el cinco si nos ponemos guangos) domina la producción y el usufructo de las necesidades, haciendo de la humanidad el burro de la zanahoria.
A la vez, paradójicamente le sobramos quienes somos sus mercados, la población excesiva. Las cúpulas millonarias tienden a un neomalthusianismo radical: miles de millones de humanos de color, aunque produzcan y consuman sus migajas, son prescindibles. Guerras, contaminación ambiental, desalojo legal o no, cambios climáticos (admitidos o no por la élite) y epidemias les ayudarían a fijar los límites. Como si ellos, los happy few, fueran más que humanos.
La peligrosa por imposible fantasía, particularmente estadunidense, de burbujas autosuficientes, o las colonias espaciales que Blade Runner presentaba après Philip K. Dick –el gran profeta involuntario, el único que entendió que en realidad los nazis habían ganado la Segunda Guerra (ver su novela El hombre en el castillo)– revela lo delirante del cálculo neomalthusiano. Con que sean menos. No tiene por qué cambiar nada para los amos mientras puedan seguir enriqueciéndose. Lo humano demasiado humano tiende a lo inhumano. Quizá los nazis no inventaron nada, pero fueron los primeros en poner en práctica con método y resultados esa idea de futuro. También demostraron que era un suicidio.
La pregunta crucial de nuestro tiempo, para los movimientos rebeldes de abajo, es ¿cómo los vamos a detener? Y luego, ¿cómo enderezaremos este mundo chueco, manoseado, devastado hasta el delirio, alienado de nosotros, los alienados? En un sentido estrictamente humano, para detener la ruta trazada por los idiotas con poder absoluto (que no superpoderes, eso no existe) debemos restablecer el equilibrio entre las necesidades compatibles con la vida y el buen vivir humano en igualdad. Lo demás es paja, humo, puro cuento.

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