Luis Linares Zapata
E
l sistema de convivencia público de México se revela, en muchos de sus componentes, atrofiado. Las leyes aprobadas en el Congreso, incluidas las famosas reformas estructurales, topan con anclajes de muy diversa índole que no les permiten ser llevadas a buen término. Algo, o mucho de ello, se debe a que tan famosas reformas no fueron diseñadas para beneficio popular, sino para facilitar el accionar de los grupos de presión con el propósito de mantener sus abultados privilegios. Tal circunstancia elitista, medular por cierto, las hace vulnerables a la protesta y oposición creciente, tanto de los afectados como de aquellos que, por ser conscientes del daño que ocasionarían, se solidarizan con los inconformes.
La atrofia del sistema como un todo, sin embargo, tiene adicionales ingredientes que son causales directas. Malas decisiones de la cúpula de los gobernantes en sus variados niveles, por ejemplo. En tiempos recientes no pasa siquiera un día sin que se filtren o difundan actos, dichos o rumores de crasos o circunstanciales errores de la autoridad. Los programas de gran alcance, difundidos con enorme despliegue mediático, quedan, finalmente, como deseos faraónicos lastrados por el peso de sus desencuentros con la realidad imperante. Encima de tan malhadados episodios habría que agregar las crecientes, así como indebidas, intervenciones de conspicuos personajes del sector privado. El activismo de sus líderes y personeros, cada vez más notable y cotidiano, muestra sin tapujos la disputa al interior del poder establecido por los diversos estrellatos. En este proceso de estira y afloja por el dominio del espacio público se permea una doble derivada: la declinante capacidad del gobierno en turno para conducir el diario quehacer político, frente al surgimiento de otros actores que, en la jerga cotidiana, se les etiqueta como grupos de presión.
Los conflictos en el México actual se han multiplicado y no sólo eso es constatable como alarmante panorama, sino que la beligerancia es desplegada con rijosidad y reclamos continuos. Para suerte de la precaria estabilidad y paz colectiva, los conflictos quedan, finalmente, circunscritos a regiones o sectores específicos sin que sus protestas o luchas se expandan más allá de ellos. Tal circunstancia, ya ribeteada con visos repetitivos, quizá se deba a dos factores. Uno lo explicaría la carencia de un núcleo causal de la protesta o revuelta que sea atractivo para movilizar al resto de la sociedad. Los apoyos, entonces, cojean de la fuerza numérica indispensable para abarcar y ramificarse entre porciones significativas de la población. En segundo lugar, el encapsulamiento de los movimientos de afectados –por alguna causa específica– ocurre porque el liderazgo que los conduce no atrae la debida atención o no proyectan la indispensable confianza en sus formas de accionar. El resultado dibuja un panorama de conflictos regionales y locales (sectoriales también) inconexos que surgen y se desarrollan de manera independiente sin que haya entre ellos la mínima interrelación que, sin duda, los potenciaría. A pesar de que el gobierno, en sus distintos niveles, carece de los medios, habilidades o de las intenciones para intervenir y dar salida, de manera efectiva, a los conflictos que surgen por todo el territorio del país, estos quedan como explosiones de corta duración.
Es preciso llamar la atención sobre un fenómeno que tiene gran capacidad disruptiva para trastocar cualquier proyecto, programa o propuesta gubernativa: ese incorpóreo malestar generalizado que empapa a los mexicanos de hoy. La energía de inconformidad que se despertó con motivo de la matanza de Ayotzinapa no ha desaparecido y tampoco se extinguió. Simplemente quedó sumergida en el diario quehacer de los ciudadanos. Los motivos del malestar eran profundos: la inseguridad causada por la violencia y las limitantes económicas, verdaderas cárceles de angustiosas penurias, que inciden en la cerrazón de horizontes asequibles. Pero ahí está, bien injertada en el cuerpo social en demanda y espera de un liderazgo con causa y discurso que la recoja y proyecte en diversas direcciones. Una de tales direcciones podría ser el territorio electoral, ya sea para las inminentes votaciones de este atónito año o el más distante 2018 presidencial.
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