Luis Linares Zapata
L
a vía de escapatoria para un gobierno vapuleado requiere, ¡qué duda!, un túnel mayor al usado por El Chapo Guzmán para su célebre huida. Gobernar exige presencia constante, sensible a las necesidades populares, una actitud solidaria y alerta ante los constantes riesgos y peligros. Las ausencias, que en el caso mexicano son muchas, se pagan con credibilidad y los errores, aunque pueden enmendarse, se debe empezar por reconocerlos. El tinglado del poder establecido de México se parece al de un grupo cualquiera, envalentonado, dentro de un pozo oscuro por donde ya no es posible atisbar salida ni entrada; ellos mismos la tapiaron.
Además, la ruta interior a recorrer está plagada de improvisadas cavidades y muchos remiendos apuntalados con precaria infraestructura. La esperanza colectiva se ha reducido a girones que poco consuelan a cualquiera que se atreva a elevar un pliego petitorio exigiendo respuestas, justicia o seguridades. Lo venidero, entonces, se acompaña y atora en la cotidiana repetición de frases sublimes, etéreos dibujos de horizontes y atildadas figuras frente audiencias uniformadas.
Ya recorrió el gobierno actual la mitad de la trayectoria señalada por la ley y el descontento ciudadano forma ya un caudal al límite. La posibilidad de un desborde de cauces se aprecia con temor, pero se siente nítida con el paso de los días. El año venidero habrá elecciones de trascendencia y el grupo en el poder se apresta, con las muchas armas que tiene a su disposición, a domeñar oposiciones, cazar incautos, perseguir tendencias honestas y poner cuantos obstáculos pueda al oponente. ¡No habrá cuartel, irán con todo!, manifiestan orondos. Tendrá que ganarse sin contemplaciones: las bondades de las reformas estructurales están a punto de llegar a los bolsillos y las mesas, aseguran con fraseo cínico. Por lo visto y oído no darán pausa a su propósito de continuidad, aunque sea a costa de arrollar derechos y lanzar sin mesura promesas de instantáneos bienestares.
La democracia, esa nebulosa manera de enfrentar la vida organizada, puntualizó –alegan– su veredicto en las elecciones de 2012. Hubo un ganador declarado por las instituciones pertinentes y ahora hay que apechugar durante varios años con las derivaciones del proceso. La mayoría, delegada en una persona, manda y si se equivoca, pues recurre al uso de los medios de comunicación masiva para mediatizar la crítica y, a continuación, seguir tan campante. Qué esperaban que sucediera a tan terminante declaratoria de triunfo, ¡timoratos de voz débil! ¿Formar un gobierno titubeante e irresponsable? Tal actitud hay que dejarla –afirman contundentes– a cargo de los populistas que hablan con acento engolado, mirada tramposa y debilidad estructural. Ahora se está, ¡pueblo abnegado!, ante el más responsable de todos los gobiernos limpiamente elegidos. No se dará ni un paso atrás de lo escriturado en el modelo vigente desde hace treinta y tantos años. Esa ruta no es fácil de recorrer, solicita sacrificios aunque, se vaticina con solemne ademán, serán superados. La recompensa, entonces, plasmará la grandeza de la patria que, generosa, aguarda un poco más acá de la eternidad.
Para seguir con las ausencias como sustento de un gobierno errático, el secretario de la Educación Pública, por ejemplo, en su recurrente trajín ha sido explícito, tajante y sin rodeos: se castigarán los salarios de los que no trabajen, de los que infrinjan la ley. Maestro que no sea evaluado enfrentará el crujir de los temidos dientes del desempleo, aseguran. Posesionado del micrófono, hace tiesos desplantes de fuerza burocrática con una soberbia dizque apegada a la ley. Repite, una y otra vez, ardorosos llamados a la disciplina, al seguimiento escrupuloso de la norma desde esa su propia cúspide de envidiable responsabilidad señera. Poco importa el temblor de un ánimo que bascula entre el cansancio y la indignación del profesor real, concreto y solitario: ese sujeto que oye las diatribas cotidianas que le llegan desde el lejano centro de mando federal y sus furibundas repetidoras. Ese maestro desperdigado que vaga por cualquier confín del país donde, se quiera o no, ha plantado su voz. Se pretende obligarlo a responder, solícito, al llamado de una evaluación pretendidamente modernizante: esa que corre acorde con los abigarrados intereses empresariales. Se desea instalar un veraz corte de caja, actual y preciso, que conlleve la obligación de someterse, con su paga y despido al canto, al inalienable derecho del alumno a la enseñanza. Cuánta paciencia habrá de requerir esta sociedad para seguir tolerando tan altisonantes ecos autoritarios desgranados sobre un gremio que ha sido –y seguirá siendo– sólido protagonista de la nacionalidad.
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