Octavio Rodríguez Araujo
R
oy Campos (Consulta Mitofsky) me hizo el favor de enviarme el viernes pasado un cuadro estadístico sobre la evolución de las identidades partidistas (de los tres principales partidos: PAN, PRI, PRD) en México de enero de 2003 a diciembre de 2015. En dicho cuadro se confirma un fenómeno que varios analistas hemos mencionado para el caso de México en los últimos años, pero también para otros países: los partidos pierden simpatías, y no sólo en elecciones, sino también entre la población que no necesariamente está interesada en votar. Esta pérdida de simpatías se debe en buena medida, como dijera Schattschneider en The semisovereign people (1960), a la supresión de las opciones y alternativas que reflejen las necesidades de los no participantes (y de los participantes convencionales, añado).
El gran problema de los partidos electoralmente competitivos (especialmente de éstos) es que a sus dirigentes les importan cada vez menos las necesidades de la población mayoritaria que, en primera y última instancias, es la que decide las votaciones si no hay mano negra ni compra de votos de quienes tienen el poder. Por otro lado, y al mismo tiempo, los principios y programas de esos principales partidos se diferencian muy poco y los tres, sin excepción, como también ha ocurrido en Europa y en la mayor parte de América Latina, se han corrido hacia las posiciones de centro, es decir, a ese espacio político-ideológico donde lo que prevalece es el no compromiso y las visiones de muy corto plazo y pragmáticas.
Hace tiempo que los partidos tradicionales empezaron un proceso de desprestigio. Son muchos los países en los que nuevos partidos han disputado el poder con los antiguos y han triunfado. Si la existencia de partidos se asocia con democracia y gobierno representativo, habremos de preguntarnos si es la crisis de esa democracia la que ha puesto en crisis a los partidos o si es al revés. ¿El huevo o la gallina?
La democracia como la conocemos, con todo y sus defectos, ha demostrado que por sí misma no resuelve los problemas y las necesidades de la mayoría de la población, aunque facilita las expresiones de protesta. La dificultad es que la ausencia de democracia (dictaduras, por ejemplo) tampoco, salvo en algunos casos verdaderamente excepcionales y más o menos transitorios (Corea del Sur, por ejemplo). En los ejemplos de democracias de tipo liberal ha habido partidos políticos, en las dictaduras no o sólo uno (monopartidismo). La razón es probablemente muy simple: tanto en las democracias como en las dictaduras los gobiernos y los principales grupos de presión no representan a los sectores de ingresos más bajos, también con algunas excepciones (Islandia, por ejemplo) donde estos sectores suelen ser minoritarios en contraste con las clases medias y altas (que ni remotamente es el caso de México).
Los partidos políticos, a semejanza de las leyes (incluidas las constituciones), son resultado de los factores reales de poder, por lo que las mejores intenciones terminan por ceder el lugar a los intereses de los poderes fácticos o a la complicidad con éstos (fenómeno que Michels llamó
la ley de hierro de las oligarquías, a pesar de que su estudio estuvo relacionado con los partidos socialdemócratas de hace más de cien años y no con los de derecha). ¿Fueron o son los partidos los que hacen la democracia o ésta la que hace los partidos? Depende: no hay una respuesta única ni en el tiempo ni en el espacio. Sin embargo, los partidos sólo han podido nacer y desarrollarse cuando las condiciones políticas (de gobierno) lo han permitido, normalmente con ciertos grados (suficientes, diría) de democracia. De aquí que no sea aventurado decir que cuando la democracia entra en crisis, los partidos también. ¿Y si los que hacen crisis son los partidos, afectan por igual la democracia o la forma de gobierno? Podría ser, pero no sería un fenómeno generalizado. Más bien lo que puede observarse a lo largo de la historia de los últimos 140 años es que una crisis en el régimen político tiende a afectar a los partidos que nacieron a su sombra, fortaleciendo a unos y debilitando a otros.
Por lo anterior, si los regímenes políticos están en crisis o tienden a ésta, los partidos también, como bien puede observarse con el surgimiento de nuevas formaciones partidarias en sustitución de las viejas o tradicionales (al menos como tendencias). La cuestión crucial es si estos nuevos partidos son capaces no sólo de tomar el poder, sino de cambiar desde éste la correlación de fuerzas dominante por otras condiciones en las que las mayorías puedan realmente mejorar su situación. Holloway diría que no (véase su libro Cambiar el mundo sin tomar el poder, 2002), pero lamentablemente para su elaborada propuesta no hay ninguna experiencia que demuestre que no se trata de otra utopía.
Por lo pronto, mientras seguimos pensando sobre el tema, lo que sí puede demostrarse es que las simpatías por los principales partidos están en declive y que, sin embargo, la democracia sin partidos sería impensable, como también lo dijera Schattschneider en Party government, 1942.
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