Víctor M. Toledo
Y
a es tiempo de hacerle justicia a lo posible. En medio, a un lado o por fuera de la tremenda crisis, otros mundos se están construyendo de manera silenciosa y a contracorriente de los modelos dominantes. Estos mundos no son visibles a los reflectores de la dominación, ni a las élites intelectuales, ni a los ojos que se mantienen aferrados a los lentes de siempre. Aun los más calificados de los
anteojos emancipadoressiguen aferrados a dogmas, algunos que se remontan al siglo XIX, tesis anacrónicas, percepciones que ya no corresponden al mundo de hoy. El primer hecho a aceptar, la premisa primera a reconocer, es la de que el mundo se enfrenta a una crisis de civilización y que, por tanto, se requiere de una transformación civilizatoria. Ello supone un cuestionamiento radical y profundo de los principales bastiones de la civilización moderna e industrial: el petróleo, el capitalismo, la ciencia, los partidos políticos, los bancos, las corporaciones, la democracia representativa, el consumismo. Dos frases parpadean como estrellas en el firmamento de un nuevo pensamiento crítico: una de Albert Einstein:
We cannot solve the problems we have created with the same thinking that created them (no se pueden resolver los problemas con el mismo pensamiento con que fueron creados); la otra de Boaventura de Sousa Santos:
No hay solución moderna a la crisis de la modernidad
Una segunda premisa, que muy pocos aceptan, es la que afirma que el clásico dilema de la transformación social:
reforma o revolución,
voto o balas
vía electoral o vía violentaha dejado de tener sentido y se ha convertido en mito. La razón: en su fase actual, la de la mayor concentración de riqueza en la historia de la humanidad, el capital ha terminado por devorarse al Estado y a sus mansos, edulcorados y burocratizados partidos políticos. Hoy los límites entre el poder económico y el poder político se han diluido o se han borrado. Se ha vuelto entonces imposible, mediante la vía electoral, lograr los cambios profundos que el mundo requiere con urgencia y que deben superar dos limitantes supremas de la modernidad: la mayor desigualdad social de que se tenga memoria, y el mayor desequilibrio ecológico a escala planetaria. Los ciudadanos, su poder, han quedado anulados. La sociedad moderna ha perdido su capacidad de autotransformación y con ello sus mecanismos de autocorrección en un contexto donde la crisis ecológica amenaza ya la supervivencia humana en el futuro inmediato. La democracia (representativa, formal, institucional), principal aportación de Occidente, se ha convertido en mera ilusión.
¿Cuál es, entonces, el camino para una transformación social a la altura de las circunstancias? La vía, que gana cada vez más adeptos en todo el mundo, es la construcción del poder social o ciudadano, mediante la organización, en territorios concretos. Esto significa tomar el control de los procesos económicos, ecológicos, políticos, financieros, educativos, de vigilancia y de comunicación, en escalas adonde sea posible. Y esto puede ser un hogar, un conjunto de hogares, una comunidad rural, una manzana o barrio urbano, un edificio, un municipio entero, una región o una colonia. En esta nueva perspectiva la posibilidad de cambio por la vía electoral, si se observa potencialmente benéfica, se visualiza como complementaria o accesoria a la vía del poder social en los territorios, nunca como el objetivo central ni el único.
A todo esto se le comienza a llamar pensamiento impolítico, y que A. Galindo-Hervás (2015) desde Europa ubica en filósofos como G. Agamben, R. Esposito, Jean Luc Nancy y A. Badiou, pero que en realidad se nutre de anteriores pensadores iconoclastas, como Ivan Illich, André Gorz o Morris Berman, y especialmente de una sinfonía de autores latinoamericanos: O. Fals-Borda, L. Boff, A. A. Maya, E. Leff, A. Escobar, E. Dussel, el sub Marcos, y de los nuevos seguidores de la ecología política. ¿Por qué América Latina? Por la sencilla razón de que en esa región del mundo ocurren los experimentos societarios más avanzados del planeta, buena parte inducidos por las recientes rebeliones indígenas y su vigor demográfico, de tal suerte que el pensamiento es reflejo de inéditos procesos civilizatorios y éstos se nutren a su vez de originales reflexiones teóricas. Por eso América Latina es la región más esperanzadora del mundo.
México es un país privilegiado en el contexto arriba descrito, porque su territorio es ya un laboratorio de innumerables experimentos socioambientales. No solamente existen en el país múltiples bastiones de reflexión teórica en las universidades públicas y privadas, y una feroz resistencia ciudadana como la de los maestros democráticos y las de las comunidades que se oponen a los proyectos depredadores en 300 puntos del territorio, sino que durante las últimas tres o cuatro décadas se han venido construyendo innovadores proyectos locales y regionales en sus zonas rurales. Nuestras propias investigaciones han levantado un inventario de más de mil proyectos novedosos en sólo cinco estados (Oaxaca, Chiapas, Quintana Roo, Puebla y Michoacán) (ver: “México, regiones que caminan hacia la sustentabilidad”), incluyendo los caracoles zapatistas, las numerosas cooperativas indígenas de café orgánico y múltiples casos de autogestión comunitaria. Todos estos proyectos se fincan en el poder ciudadano sobre los territorios y en los procesos de producción y comercialización, pero también en la democracia participativa, la autogestión y autodefensa, la creación de bancos locales y regionales, las radios comunitarias, la dignificación de las mujeres, y últimamente en la reconversión hacia fuentes alternativas de energía solar. Con diferentes grados de integralidad y de éxito, y abarcando diversas escalas, estos proyectos de alteridad civilizatoria avanzan construyendo en regiones y territorios, un mundo sin capitalismo, partidos políticos, bancos, empresas y poniendo en práctica una ciencia que respeta y dialoga con sus propios saberes. Son las islas o burbujas de una nueva civilización. Las expresiones de una transformación silenciosa.
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