Bernardo Bátiz V.
E
n las discusiones que tienen lugar en la Asamblea Constituyente de la Ciudad de México ha resurgido el tema de los organismos autónomos; en la Comisión del Poder Judicial defendí sin éxito que la fiscalía general de justicia, nombre nuevo que se le da a la procuraduría, sea parte del gabinete del jefe del Ejecutivo y no un organismo autónomo con facultades y responsabilidades sin conexión con superior alguno; en ese punto, se siguió al pie de la letra la reforma que ya se aprobó a escala federal y sólo pendiente de implementarse en la práctica.
Ya no habrá procurador; tendremos un fiscal designado, de tal modo que su encargo no coincida con los seis años del jefe de Gobierno. Será independiente de él, a menos en la letra de la ley, y no coincidirá completamente con ningún sexenio; no tendrá
jefe, actuará conforme a su propio criterio y, por tanto, tendrá también lo que se ha llamado, no sin un dejo de tautología, sus propias políticas públicas, que bien pueden no coincidir con las del titular del Ejecutivo local.
La razón que se da de esta independencia frente al Ejecutivo, convicción que está de moda y se repite en todas partes, es que se necesita garantizar que el fiscal no reciba consignas de nadie; se agrega, y no sin razón, que es necesario cambiar el actual sistema, dado que en las procuradurías hay corrupción, ineficacia y falta de coordinación. Se agrega, además, que esa es la tendencia general en el mundo. Con el primer criterio acabaríamos pulverizando al poder y creando organismos autónomos por todas partes, creyendo que esa medida cura todos los males del burocratismo y la falta de honradez; con ese criterio, pocas dependencias del gobierno dejarían de convertirse en autónomas; tendríamos, por ejemplo, un Registro Público de la Propiedad autónomo, una oficina de licencias de manejar autónoma, una Secretaría de Obras autónoma y así hasta el cansancio.
Además, se pretende agregar a la antigua procuraduría y futura fiscalía dos fiscalías especiales también autónomas, en este caso no sólo del Poder Ejecutivo, sino también autónomas de la fiscalía general; pero esto no queda ahí: para la investigación de los delitos se autoriza a la policía preventiva, en realidad a cualquier policía. ¿Qué pasa con esto? Que los delitos van a ser investigados por algunos servidores públicos dependientes del titular del Ejecutivo, otros por servidores dependientes del fiscal autónomo y otros más por un par de fiscalías que no se sabe cómo quedarán ubicadas en el organigrama del gobierno.
Creen, con algo de desesperación y un poco de ingenuidad, que la autonomía resolverá los problemas que se derivan de las complicidades que se tejen en lo que se ha llamado la clase política: el amiguismo, la corrupción, la solidaridad de los que sienten formar parte de la aristocracia del poder real. Se cree en algo imaginario, que no hemos visto que funcione en los demás órganos autónomos que ya existen.
Pensar que la autonomía resolverá los problemas es confiar demasiado en las novedades; no hemos podido palpar cómo funciona un sistema bien atendido y bien estructurado y, sin resolver las causas profundas del desorden social, pensamos que un nuevo sistema, sólo por ser nuevo, modificará las raíces de nuestros males.
La economía hace muchos sexenios anda muy mal, en especial nuestras finanzas públicas y parece que cada vez van peor; se le dio al Banco de México autonomía del Poder Ejecutivo y, por tanto, de la Secretaría de Hacienda, y no hemos visto que las cosas hayan mejorado; estamos, la verdad, cada vez peor; además sospechamos que el Banco de México puede ser autónomo del presidente, pero no lo es del Banco Mundial ni de otros organismos internacionales, y vayan ustedes a saber si también, bajo la mesa, de gobiernos extranjeros o del gran capital trasnacional.
La división en tres poderes –Legislativo, Ejecutivo y Judicial– es una gran idea y debiera ser suficiente para que no se abuse del monopolio del poder; cada uno de los tres poderes debiera ser límite y contrapeso de los otros dos. En teoría eso sería suficiente para evitar abusos, equivocaciones y excesos; en la realidad no ha sido suficiente, no porque la idea no sea buena, sino porque los legisladores, salvo un puñado de ellos y los jueces, salvo algunas excepciones, le tienen al Poder Ejecutivo un temor reverencial y aceptan sus consignas y obedecen sus órdenes. Creen en la disciplina más que en la dignidad y la independencia.
El cambio debe venir de abajo y pasar por elecciones auténticas y libres; la autonomía para la persecución de los delitos y para otras áreas de la administración no garantiza por sí sola ni honradez, ni eficacia; sí, en cambio, rompe la unidad que debe haber en el Poder Ejecutivo, debilita al gobierno y lo hace vulnerable ante los poderes fácticos y peor aún, ante gobiernos extranjeros. Sé de la buena fe y deseo de que las cosas mejoren, pero temo que ese no es el camino.
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