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martes, 25 de enero de 2011
EDITORIAL
Samuel Ruiz: pérdida y compromiso
La muerte del obispo emérito de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz –tatic, como lo llamaban, en lengua tzotzil los indígenas de Chiapas—, ocurrida ayer en esta capital, deja un amplio y profundo sentir de orfandad para los pueblos indígenas de México, los organismos defensores de los derechos humanos, los sectores progresistas de la Iglesia católica y, en general, para los ciudadanos que aspiran a un país más justo, digno y equitativo.
Las múltiples y diversas voces que lamentaron ayer el fallecimiento –políticos, organizaciones no gubernamentales, académicos, dirigentes sociales y representantes religiosos– permiten ponderar la trascendencia del hecho: el país ha perdido a su más emblemático representante en el campo de la teología de la liberación –y precursor, por añadidura, de la llamada “teología indígena”–; a un defensor incansable de los derechos humanos; al “obispo de los indios y de los pobres”, como se le conocía, pero sobre todo, a un hombre de extraordinaria sensibilidad hacia las lacerantes injusticias que padecen, desde siempre, las mayorías depauperadas y los pueblos originarios en concreto, y que se han ido extendiendo y agravando en forma exasperante y alarmante en tiempos recientes.
Esa sensibilidad lo hizo transitar, a lo largo de una labor pastoral que lo mantuvo cuatro décadas al frente de la diócesis de San Cristóbal, de la tarea meramente evangelizadora de los pueblos indígenas a una visión que persigue el empoderamiento de éstos, que reivindica su papel protagónico como sujetos históricos y que es consciente de que el mejoramiento de sus condiciones de vida está fuertemente vinculado con cambios profundos en la estructura social.
Es significativo, y a la vez revelador de la ausencia de referentes éticos propios del grupo que detenta el poder, el hecho de que la Presidencia de la República haya reconocido ayer a Samuel Ruiz como pieza “esencial para alcanzar la paz en el estado de Chiapas” –en referencia a su participación como mediador en esa entidad tras el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en 1994–, como si el religioso hubiese desempeñado un papel cercano, cuando no al servicio, de las elites políticas. Ante ello, es importante recordar que el compromiso del tatic siempre estuvo con las causas de los marginados, los sin voz, los de abajo; que padeció, por ello, una campaña de persecución y hostigamiento político y religioso, y que, durante sus últimos años, continuó denunciando la indolencia de los gobiernos hacia el carácter irresuelto de la cuestión indígena en el país.
En todo caso, preferible a los halagos inciertos y a las palabras vacías sería un compromiso efectivo de la autoridad con la atención y la solución de la problemática de los indígenas, que siguen padeciendo, cada vez que deben relacionarse con instancias políticas formales, un rosario de abusos y atropellos sistemáticos del poder público, así como obstáculos al pleno ejercicio de su ciudadanía. La corrección de las circunstancias legales que han hecho posible la marginación, la explotación y la discriminación de los pueblos originarios por parte de la autoridad –y que no fueron correctamente atacadas en el conjunto de reformas legales de hace una década en la materia– tendría que ser vista como el mejor homenaje, y acaso el único presentable y congruente, del grupo gobernante a la memoria de Samuel Ruiz.
En los difíciles tiempos que corren en la actualidad, resulta doblemente valioso y necesario el legado que el tatic deja en sus seguidores pastorales, en sus feligreses y en millones de ciudadanos conscientes y comprometidos con la transformación social de la nación. Descanse en paz.
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