Víctor Flores Olea
S
i existe país futbolero en el mundo, ese es Brasil. Por eso las protestas callejeras que se han multiplicado en esa nación en los últimos días son ejemplo notable de la condición en que se encuentra la mayor parte de países del mundo, también de la capacidad de respuesta de las bases populares que cada vez permiten menos la impunidad de los dueños del dinero que lo gastan a placer. Protesta amplificada en el hermano país brasileño, porque
el pueblosimplemente compara las obras faraónicas de la construcción de estadios, seguramente notables en su calidad arquitectónica y técnica, con las carencias multiplicadas y elementales en salud, educación y empleos, que se ensañan con la inmensa mayoría del pueblo. Y eso que se trata del primer país latinoamericano en materia económica, según variedad de calificadoras en todo el mundo.
Y es, por lo que vemos, que cada vez más amplios sectores sociales son conscientes de las abismales distancias entre los ricos negociantes y las mayorías empobrecidas, carentes hasta de lo más elemental. Para un país futbolero como Brasil la realización de un campeonato mundial teóricamente debía ser una especie de culminación, de
joya de la coronaen el deporte que no sólo es el de su preferencia, sino de uno que es causa de pasión y entusiasmo colectivo; que no debía tener ninguna sombra, sino ser sólo motivo de luz y ardor ilimitados. Pero no es así: buen número de brasileños no se han dejado convencer por la publicidad y por la oportunidad de los más ricos de enriquecerse a manos llenas, y protestan airadamente por la injusticia inherente que es el centro de la más alta fiesta futbolera del mundo. Gran fiesta y gran derroche al lado de un pueblo con grandes necesidades insatisfechas, que ahora reprocha la desproporción y la voracidad con que se ha organizado la justa, que desatiende las exigencias más urgentes de la población en beneficio de los más ricos.
Circo sin pan, como ya lo han definido algunos, que resulta un ejemplo universal de la estructura absolutamente desproporcionada del capitalismo salvaje actual junto a la miseria de las grades mayorías. Porque si en Brasil y su pasión por el futbol se produce este fenómeno, no resulta difícil pensar en la situación de otros países en que tal vez la situación se reproduciría de manera multiplicada. Tal vez se cumpla la frase de Dilma Rousseff de que ya en el campeonato los brasileños
se tomarán una cervecita y verán el futbol. Frase patética en una presidencia heredera de Lula da Silva, de la izquierda brasileña, y reveladora también de hasta qué punto ese gobierno ha quedado en manos de los intereses de los grandes negociantes y especuladores. Muestra también irrefutable de que hasta qué punto el capitalismo vive una crisis profunda de la que no se ha recuperado, ya que la
globalizaciónestá sobre todo en manos de los financieros y negociantes para los que no existen otros intereses que los suyos.
Porque, si hemos de ser objetivos, las revueltas y protestas por situaciones análogas se reproducen masivamente en muchas partes del mundo. España y Francia, también Gran Bretaña, para mencionar sólo a algunos países del primer mundo, son otro buen ejemplo de la estructura actual del capitalismo: la globalización neoliberal, que ha significado concentración escandalosa de la riqueza y la extensión universal de la miseria. Mauricio Muñoz Flores, de la editorial en línea Adital, escribió en su artículo del sábado último que “Nunca la humanidad había producido tanta riqueza como hasta hoy: 241 billones de dólares de excedentes. Jamás en la historia del capitalismo esta riqueza había estado repartida de manera tan desigual: el 10 por ciento más rico de la población mundial posee 86 por ciento de los activos producidos en el planeta, mientras –si se agudiza la mirada– el 1 por ciento más acaudalado se hace de 46 por ciento de la riqueza mundial”.
Otros han escrito que las actuales prácticas del capitalismo son homologables a la conducta sádica. Así como el sádico somete, maltratando y dañando, a su objeto de deseo en virtud de su placer, la perversión capitalista obtiene réditos del control ejercido sobre gran parte de la población que constituye la fuerza de trabajo que, en la misma proporción que es sometida y degradada, genera la riqueza que es apropiada por una minoría, a costa de la miseria de gran parte de la clase trabajadora mundial.
Hace unos días, Jim Yong Kim, presidente del Banco Mundial, aseguró que mil millones de personas viven hoy en la pobreza más extrema. Es la séptima parte de la población, casi 15 por ciento de los habitantes de la Tierra. Para señalar la gravedad de la situación, Jim indicaba que
para acabar con esa pobreza extrema se necesitaría que un millón de personas dejaran de ser pobres cada semana durante 16 años.
Naomi Klein, la conocida investigadora y pensadora canadiense, llama a esta situación el
capitalismo del desastre. Sostiene Klein, por ejemplo, que este capitalismo utiliza constantemente la violencia, el choque, y pone al descubierto los hilos que mueven las marionetas tras los acontecimientos más críticos de las últimas cuatro décadas. En sus últimos libros, Klein demuestra que el capitalismo emplea constantemente la violencia, el terrorismo contra el individuo y la sociedad. Y que, lejos de ser el camino hacia la libertad, se aprovecha de las crisis para introducir impopulares medidas de choque económico, a menudo acompañadas de otras formas de shock no tan metafóricas: el golpe de las porras de los policías, las torturas con electrochoques o la picana en las celdas de las cárceles.
Lo menos que se puede decir es que las manifestaciones de protesta brasileñas no son contra la copa del mundo, sino contra los gastos faraónicos que ha implicado, mientras grandes sectores del pueblo se quedan sin servicios elementales. La ganancia se concentra en los dueños del circo mientras que el resto se queda sin pan.
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