lunes, 16 de junio de 2014

Duración de Efraín Huerta

Hermann Bellinghausen
¿H
acen falta pretextos de cualquier tipo para leer (seguir leyendo) hoy la poesía de Efraín Huerta? La suya es una de las aventuras más apasionantes, contradictorias y textualmente divertidas (no poca cosa en nuestra tradición adusta) de la poesía mexicana. Recorren su obra, de los años 30 a los 70 del siglo pasado, muchos de los más hermosos poemas jamás escritos en estas tierras. La imagen sorpresiva, deslumbrante, ingenua y maliciosa, deliberadamente poética. Los malos modales verbales y los excesos; suyas son la rabia, el odio, la imprecación, el responso encabronado, las barbas para desatar la lujuria, ese afán de rebeldía que buena falta le hace siempre a la expresión poética si es que aspira a decir o significar algo. ¿No son acaso suyos algunos de los versos eróticos y enamorados más desgarradores y encendidos, entre los más perfectos de la lírica mexicana? Y aunque se rían, ¿no son de Efraín Huerta las mejores puntadas: greguerías minimalistas, desenfadados albures a la altura del arte?
Huerta pertenece a un caudal de la poesía latinoamericana que se cuece aparte, que tiene sus detractores, pero también garantizada su duración. No tanto poesía comprometida como poetas comprometidos con la revolución socialista, el porvenir proletario, la liberación de los pueblos, la justicia y la paz entre los hombres y que vivan los camaradas.
En su origen, poeta del amanecer, de la estampa convulsiva, cruda, cargada de intención y entusiasmo; de los hombres y las mujeres del alba; los perros, los ruidos, la impaciencia del alba; de los amantes que despiertan, los hambrientos que despiertan, los obreros que salen a transformar el mundo en cuanto el sol asoma.
Para las pulgas actuales del establishment cultural, sus alabanzas a Stalin, al heroísmo soviético, al renacimiento comunista de Varsovia o Budapest o la idea de Gorki como lo máximo pueden resultar fuera de moda, si no escarnecibles. Él lo alcanzó a prever, a confrontarlo y aún así seguir fiel al sueño y la convicción esenciales en cada etapa de su existencia. Se rió de sí, y de los otros, llegado el tiempo; derivó a la ironía y ya de plano al desmadre poético sin renunciar nunca al sentido trágico y el absoluto amor a lo más humano del ser humano. Su poemas políticamenteprohibidos –que reunió siempre con los de amor para hacer doble el desafío al orden púbico– culminarían en los irrepetibles poemínimos de su personal invención.
Su obra nombra y apellida como pocas (quizás como ninguna) su propia tradición literaria. La pueblan referencias, homenajes, bromas. Es un poeta periodista como Novo, Leduc o Pacheco, pero capaz de logradas borracheras surrealistas y desacatos de beatnik tardío que, con su genio poético, acá pocos han tenido. Es un autor fechado, es decir, fijo a su presente y qué. De San Juan de Letrán y la avenida Juárez al Anillo Periférico y el Circuito Interior, de Blanca Estela Pavón a Lilia Prado, de la consigna de la hora a la publicidad subvertida. No se engaña, ni nos engaña, con ningún clasicismo de segunda o tercera mano; nada le es intemporal salvo la muerte y el maxilar de Franz Kafka, y sólo deja de creer en el futuro cuando llega al futuro y se da cuenta de que es otro pinche presente que no tiene remedio y sin embargo insiste, pues la esperanza no lo es todo y hasta estorba.
Como otros grandes amorosos incendiarios de nuestra lengua (Hernández, Vallejo, Neruda) escribió sin recato poesía política, más de una vez se equivocó de santo y lo pagó caro. Al menos, su causa era la correcta. ¿No sucede igual o peor con el lastre cortesano en lances, envíos y requiebros de Lope o Quevedo, o con la restricción religiosa de los geniales monjes y las geniales monjas que no obstante son la fuente de la eterna juventud de la lengua castellana?
Sus resbalones sexistas (que si putas, que si maricas, que si nalgas y muslos como arrabaleros objetos del deseo) hoy encontrarán poco cartel seguramente, pero él mismo los mandó a la trituradora de los poemínimos y los redimió con su ancha carcajada de viejo cabrón y aventurero. Aún en sus poemas más datados, como el efusivamente soviético Descubrimiento de Moscú, Efraín Huerta ve lo que vive: Una mujer camina con un pan bajo el brazo/ y es como si llevara un árbol, un paisaje en el alma. (Qué tal su contradicción de meter al alma, siendo por entonces tamaño comecuras y materialista histórico).
Además, el que esté libre de culpa ideológica que arroje la primera piedra. Concluyamos con el lugar común que en este caso viene en serio: no hay mejor homenaje que leerlo, dejarse llevar por su formidable turbulencia, perdonarle sus barbaridades y con humor del bueno echarnos con él la del estribo: Cogerte del brazo y desparramar la mirada/ Para no morir bajo la pinche rueda recién perfeccionada/ Y luego encenderte y ambos arrogantes/ Darnos por satisfechos porque una antorcha/ Que es antigua y feroz como la cueva amorosa/ Nos abruma de dicha/ Y te llamarías Berenice/ Y yo no me llamo de ningún modo/ Porque cuando me llamo/ Nadie acude/ Ni yo.

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