Adolfo Sánchez Rebolledo
S
i se observan con cuidado las protestas en España o en Brasil se reconocerán algunos elementos comunes que hablan de un desfase creciente entre las instituciones del Estado y una parte significativa de la ciudadanía. La actitud derogatoria ante la política y los grandes partidos define tanto a los nuevos movimientos salidos a las calles, como al hartazgo pasivo de aquellos ciudadanos que se encierran en el abstencionismo, en la indiferencia que no elude la irritación. Todos reaccionan ante la prolongada crisis que altera o socava las formas de convivencia, desarticulando las bases de sustentación de la cohesión social. Sea por el éxito para saldar las cuentas extremas de la pobreza en el país amazónico o como resultado de la degradación del viejo estado de bienestar en la Unión Europea, lo cierto es que hoy se alzan contra
el sistemafuerzas insatisfechas que reclaman nuevos espacios, poniendo en un predicamento las fórmulas que hasta ayer garantizaron la gobernabilidad. Unos buscan una épica capaz de traer de vuelta el sentido moral de la existencia; otros la destrucción, verbal por ahora, de ese mundo laxo en el cual se consumen persiguiendo el señuelo de la modernidad que escapa a toda velocidad. Izquierdas y derechas repuntan en las elecciones, quebrantando equilibrios que parecían muy sólidos, pero en definitiva la matriz en la cual se incuba la crisis que las determina permanece sin cambios, atenazada a la idea de que la
salidaestá en la profundización del modelo, no en su sustitución. No obstante, a pesar de los catecismos económicos dominantes, el tema de la desigualdad deja de ser un problema de
los que menos tienenpara convertirse en un modo de ser universal del orden global. Si el libro de Piketty se convierte en un best-seller, más allá del valor teórico o analítico de sus previsiones, es porque existe ya una suerte de sentido común que no se engaña en cuanto a la concentración de la riqueza en una minoría que no rebasa uno por ciento de la población. Mientras, los gobiernos actúan como si fueran instrumentos ciegos de las pulsiones de la economía, según la conciben y dirigen los centros de poder, alejándose de la ciudadanía a la que dicen servir. Todo está al servicio de ese fin, pues según esa visión, fuera de lo conocido, no
hay alternativa.
Bajo tales circunstancias, la democracia es cuestionada desde todas partes: por su ineficacia para atender las consecuencias de la desigualdad; por la imposición de medidas restrictivas que abaten la calidad de vida y uniforman a la baja la participación del trabajo. A los políticos se les deja de ver como individuos con ideas e ideologías propias y a los partidos como representantes de intereses y proyectos de orden general. Pasan a ser
una clase, o una
casta, enfrentada por definición al ciudadano que en rigor los elige. Y se cuestiona si los partidos y las instituciones representativas aún tienen vigencia. Sobre todo en los años recientes, el surgimiento de un extenso y profundo movimiento de masas cuestionó la necesidad de refundar el acuerdo democrático, buscando formas de representación que se hicieran cargo de la evolución de la sociedad. Gracias. Se fortaleció la ilusión (gracias a las redes sociales) de que era posible el cambio sin pasar por las mediaciones tradicionales, abriendo las compuertas a la representación directa. Sin embargo, aunque siga el debate en otro nivel, los movimientos no lograron superar la fragmentación ni derrotar a las fuerzas hegemónicas. ¿Dónde se había quedado la fuerza de la movilización?
El avance de la derecha en el escenario de la crisis no podía ser tomado como respuesta al malestar acumulado en un país como España, pero dada la situación observable en la oposición tampoco de ésta podía esperarse demasiado. Fue necesario que llegaran las elecciones europeas para que otras opciones se abrieran paso, cuestionando por un lado la vieja política y sus resultados y por el otro las formas y los canales para la expresión de una propuesta realmente alternativa. Surge así el colectivo Podemos, el cual participa en los comicios con nuevos métodos de comunicación y bajo una línea de principios y programática que reivindica la participación social y la articulación entre las luchas sociales y las parlamentarias. Afirma:
La iniciativa Podemos ha nacido como un paso adelante para el protagonismo ciudadano, una llave para abrir las puertas a la mayoría social que quiere un cambio en favor de las necesidades de la gente y de la democracia. Para ello es imprescindible la conversión del cansancio y el hartazgo en poder, pero también una forma distinta de hacer las cosas desde el principio. Podemos dio el campanazo al obtener cinco eurodiputados. En este ascenso ocupan un lugar prominente los
compromisosque suscriben los candidatos a eurodiputados, pues es esa dimensión a la vez práctica y simbólica donde la izquierda busca separarse de la
casta. Dice Podemos: “La retribución neta mensual con la que contarán los parlamentarios europeos de Podemos será, como máximo, tres veces el salario mínimo interprofesional español (645 euros)… En relación al seguro especial del Parlamento Europeo, prestación especial por desempleo y pensión especial de jubilación, el eurodiputado o eurodiputada sólo aceptará las condiciones equivalentes a las de cualquier trabajador español que trabaje en Bélgica o Francia… los parlamentarios de Podemos deberán donar el resto de su salario oficial bien a la propia iniciativa Podemos o bien a proyectos, iniciativas, colectivos, asociaciones, etcétera… Los desplazamientos en medios de transporte de los representantes de Podemos se realizarán en clase turista, como la mayoría de la población, potenciando siempre que sea posible el uso del transporte público o de medios respetuosos con el medio ambiente…” ¿No sería pertinente releer los compromisos de la izquierda parlamentaria mexicana a la luz de estas experiencias?
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