Octavio Rodríguez Araujo
S
i hay movimientos sociales crecientes y contestatarios o al menos de resistencia, se debe a que las instituciones, incluidos los partidos políticos, están fallando.
Cuando los ciudadanos inconformes y que realizan actividades públicas no se acercan a los partidos políticos ni a las instituciones gubernamentales para que les hagan caso, se demuestra: 1) que los partidos no han sabido relacionarse con la sociedad, haciendo suyos sus reclamos, o que simplemente se han alejado de ella al seguir sólo los intereses de sus burocracias o los de los órganos del Estado, y 2) que las instituciones gubernamentales han sido poco sensibles (e ineficientes) para atender a la sociedad como lo demandan las leyes y su supuesto papel de servicio a la población.
Si fallan las instituciones (partidarias y gubernamentales) es lógico que la sociedad busque nuevas formas de participación (incluso ilegales como lo es la desobediencia civil que es en sí misma ética y legítima, además de protegida por diversas declaraciones de derechos humanos y ciudadanos suscritas en cualquier país que se precie de democrático).
Los movimientos alternativos y al margen del régimen institucional son una consecuencia natural de la orfandad (legal, política y económica) en que vive la mayoría de la población, desatendida en sus necesidades primarias pese a que están a la vista su pobreza creciente y la obscena riqueza de unos cuantos, como es el caso de México entre otros muchos países. ¿No es responsabilidad de los gobiernos dar seguridad y propiciar, mediante políticas económicas y fiscales, una vida digna a los ciudadanos? ¿No es responsabilidad de los gobiernos velar por el cumplimiento de las leyes para todos, igual sean ricos e influyentes que pobres y sin oportunidades? Claro que son sus responsabilidades y así están contempladas en nuestra legislación; pero no se hace, por lo que puede decirse que no sólo está fallando el sistema de representación política, sino que, por lo mismo, la protesta social tiene carta de legitimidad y debe ser escuchada y atendida. La democracia supone que los ciudadanos tenemos derecho a participar en la toma de decisiones públicas y si se cierran los canales institucionales para ejercerlo lógico es que se haga al margen de dichos canales. La ausencia de partidos que auspicien la participación de la sociedad agrava el problema y, por lo mismo, pierden credibilidad. De aquí su crisis.
Si amplios sectores de la población le han perdido la confianza a los partidos políticos no es porque estos sean obsoletos o porque supuestos candidatos sin partido sean mejores, sino porque no han sabido ni querido tomar en cuenta lo que la gente quiere y necesita, ni identificarse con sus posibles votantes. Como bien saben sus dirigentes que, dado nuestro sistema electoral, no necesitan mayorías absolutas para ganar, sino solamente mayorías relativas de la votación total (sea ésta grande o pequeña), no se han preocupado por convencer y seducir a esas mayorías crecientemente desengañadas de la política, de la política como se hace y no como debía de hacerse. Más bien aprovechan la ignorancia de muchos y, peor aún, su pobreza, para obtener su voto de mil maneras normalmente llamadas clientelares. Lo grave es que se lo creen y no quieren percatarse de que su voto es producto de la necesidad y no de la razón y del convencimiento, de la coacción y no de la libertad de los ciudadanos. No extraña entonces que la protesta social vaya en ascenso o que el crimen organizado obtenga provecho para aumentar sus filas con quienes no tienen ni ven alternativa en los marcos institucionales.
Partidos y gobiernos, cada uno en su escala de competencia, deberían de ser conscientes de que la insatisfacción social es persistente (aunque todavía desarticulada) y que fácilmente pueden ser rebasados por su inactividad, omisión e inexistencia de alternativas a los reclamos populares. Cuando un régimen ha dejado de ser funcional a la sociedad es lógico que ésta busque otras fórmulas de participación y de exigencia. Estas fórmulas son, aunque no gusten al poder, complemento de la democracia participativa, que es a la que aspiran los ciudadanos conscientes de sus libertades y derechos. No hay democracia si se inhibe o se reprime la disidencia, siempre y cuando ésta no vaya más allá de la imposición simbólica del mejor argumento, pues en una democracia se buscan consensos en la diferencia y no el aplastamiento de los disensos. Recuérdese que dos principios constitutivos de la democracia son proteger los derechos de las minorías sin violentar por ello el derecho de la mayoría o lo que ésta acepta como tal. Lo contrario es también definitorio: ser mayoría no da derecho a aplastar a las minorías.
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