Bernardo Bátiz V.
E
n otras colaboraciones a La Jornada he señalado lo tortuoso del camino para lograr que el antiguo Distrito Federal, hoy Ciudad de México, tenga una constitución como las demás entidades que integran la Federación mexicana, digna de la gran urbe que es la capital del país.
Sin embargo, amanecí optimista y pienso que es posible aún sortear los obstáculos y llegar a la meta el último día de enero del año próximo y cumplir así la intención teatral y mediática de que coincida la promulgación de la carta magna local con el aniversario número 100 de la Constitución de 1917.
Si esto no fuera posible, ya que ampliar el plazo para presentar los dictámenes tuvo como consecuencia que se comprimieron los tiempos posteriores para las otras etapas del procedimiento: que son la aprobación de los dictámenes después de sus respectivos análisis y finalmente la discusión en el pleno de artículo por artículo. Lo más prudente sería también ampliar el lapso de la aprobación definitiva; no es imposible si se requiere y se toman las medidas jurídicas para hacerlo sin provocar un vacío legal.
En la pared de la sala de espera de una notaría que solía visitar hace tiempo, el notario, ya anciano, para contrarrestar las exigencias de sus clientes que le pedían con premura la entrega de sus escrituras, colgó un marco con un letrero que decía:
La celeridad compromete la seguridad. Quienes pactaron promulgar una constitución para la Ciudad de México se comprometieron entre ellos, tienen prisa, pero también se comprometieron con la ciudadanía y ante los legisladores que por haber recibido el voto popular para llegar a la asamblea, tenemos la obligación de velar porque la constitución quede bien hecha y no salga como sea, en un plazo perentorio.
Lo importante es la constitución, no el término caprichoso.
Ante crisis políticas o situaciones difíciles, como las que atravesamos en la discusión de los dictámenes, suelo recordar la teoría del Doble progreso contrario, que expuso Jacques Maritain en su libro Filosofía de la historia; señala que no hay un progreso único hacia lo mejor o hacia lo bueno, que hay un doble progreso contrario, progresa el bien y simultáneamente progresa el mal. Pone como ejemplo el caso de la Revolución Francesa: a la par progresó el bien con la declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano, y avanzó el mal con el terror y la guillotina.
El artículo 33 del Reglamento para el Gobierno de la Asamblea Constituyente nos pone ante una disyuntiva difícil, ya que indica que sólo los constituyentes que hayan emitido un sufragio en contra del dictamen podrán presentar un voto particular.
Esto obliga a los constituyentes a que seamos muy cuidadosos y, de cierta manera, a votar en contra de los dictámenes si queremos tener derecho a presentar un texto alternativo mediante el voto particular.
También orilla a los compañeros y compañeras de las mesas directivas de las comisiones a ser receptivos de las opiniones y de los criterios de los participantes, de lo contrario, los votos en contra pueden ser muchos, por cuestiones importantes o no tanto, aun cuando el resto del texto pueda ser aceptable; se requiere tejer fino, redactar bien y no tratar de sacar adelante textos redactados en forma amañada para dejar conceptos ambiguos que no obliguen, sin lugar a dudas y en forma precisa, a quienes en el futuro tendrán que cumplir y aplicar la constitución.
Estamos ante un reto difícil, necesitamos poner por delante buena fe y paciencia, aceptar que el compromiso es en primer lugar con la ciudad y sus habitantes y sólo después con los partidos que nos postularon y muy atrás con los funcionarios que designaron a los diputados no electos. Cierto, les dieron el encargo de representarlos en la constituyente, pero también de ver por la ciudad. El bien general debe prevalecer sobre los bienes parciales o singulares.
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