Pedro Miguel
E
l gobierno capitalino que está a punto de concluir se ha caracterizado desde sus primeros días por la negación sistemática y progresiva de las promesas que formuló su titular cuando estaba en campaña para aspirar al cargo. Gracias a sus propuestas, Miguel Ángel Mancera Espinosa consiguió recaudar una votación enorme y sin precedente –cerca de 60 por ciento de los sufragios– y un gran margen de ventaja sobre sus principales competidoras, la priísta Beatriz Paredes y la panista Isabel Miranda de Wallace.
El electorado del Distrito Federal quería, en primer lugar, un gobierno comprometido con las libertades, y Mancera lo traicionó. Desde que empezó a despachar en el Palacio del Ayuntamiento mantuvo en la cárcel a muchas personas que habían sido conducidas a ella por protestar en contra de la reciente imposición de Enrique Peña Nieto en la Presidencia, e incluso, como se demostró de manera fehaciente, por nada. La política de criminalización de la protesta social ha sido una constante en la procuración de justicia del gobierno de Mancera y para ello se ha recurrido a la fabricación de delitos y a la captura y consignación de simples personas que van pasando junto a la protesta o junto al disturbio. Otra constante ha sido la infiltración en marchas y el montaje de provocaciones, como se ha evidenciado también en diversos videos.
El electorado del Distrito Federal votó por Mancera, además, porque quería una autoridad capitalina independiente y crítica del Ejecutivo federal. Pero el todavía jefe de gobierno defraudó tal expectativa, se plegó al Peñato desde un inicio y a partir de entonces ha operado no como un contrapeso al poder presidencial sino como un cómplice de los desmanes y barbaridades perpetrados desde Los Pinos.
El electorado del Distrito Federal quería un gobierno con sentido social que respaldara a los sectores populares, que impulsara la vida de los barrios, que generara empleos, que prosiguiera y profundizada los programas sociales instaurados por sus antecesores y que privilegiara el interés público por encima del privado. Mancera ha hecho exactamente lo contrario: engordar a los insaciables especuladores urbanos, privatizar los espacios de todos y de nadie, vender cuanto metro cuadrado de ciudad le fuera posible, favorecer los megadesarrollos y el crecimiento vertical de la urbe sin preocuparse por los impactos ambientales ni la catástrofe de habitabilidad que se nos ha venido encima. Los habitantes importan un pepino: hay que dotar de agua, electricidad y vialidades a los centros comerciales. Y mientras el gobierno urbano se gasta carretadas de dinero en hipstereadas opacas y dudosas –de las más recientes: forrar con plantitas los pilares del segundo piso del Periférico para declararlo
vía verde–, decenas de miles de adultos mayores están en lista de espera para recibir la pensión que por ley les corresponde. En todo caso, muy pocos de quienes dieron su sufragio a Mancera esperaban que entregara a un puñado de empresas ganancias astronómicas en forma de parquímetros, fotomultas o ecobicis, en detrimento de las finanzas públicas.
El electorado del Distrito Federal votó por un individuo que ofrecía no realizar nuevas obras viales porque –decía, y no sin razón– era pertinente dejar descansar un poco a los capitalinos que vivieron los dos sexenios precedentes intensos programas de construcciones de vialidad. Y por añadidura los habitantes del Distrito Federal querían un gobierno preocupado y ocupado en preservar al menos el frágil equilibrio ambiental de la ciudad. En cambio, Mancera la emprendió con proyectos tan exasperantes, impresentables y fallidos como el Deprimido Mixcoac, en cuya realización fueron talados o arrancados miles de árboles.
El electorado del Distrito Federal no votó por un gobierno antidemocrático y mapache. Pero Mancera consintió la perpetración de toda clase de marrullerías electorales del PRD en los comicios de 2015.
Ciertamente, después de sufrir varias tomaduras de pelo por parte del PRI, Mancera consiguió una reforma política para el Distrito Federal que incluyó la convocatoria a un congreso constituyente que, con todo y su conformación antidemocrática, dio a la capital su primera Carta Magna: es un documento con avances importantísimos e innegables, pero ello no fue mérito del jefe de Gobierno sino de los propios constituyentes. Quedó pendiente la soberanía capitalina en materia de seguridad pública y procuración de justicia.
Ahora el jefe de Gobierno se apresta a catapultarse a una candidatura presidencial –él dice que no ha estado haciendo política– pero después de casi cinco años de Mancerato la mayor parte de las ciudadanía capitalina sabe qué esperar de él: la traición.
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