Octavio Rodríguez Araujo
Y
comenzó a temblar cuando estaba escribiendo mi artículo para este jueves. Ni tiempo tuve para terminar una frase que finalizaba el párrafo, todo se movía y de manera para mí extraña. Trataba de levantarme de mi silla y el temblor me aventaba de regreso. Incontrolable. En unos segundos se fue la luz y logré levantarme para salir de mi estudio y de la casa cuyos techos crujían o así me lo parecía. Según parece la casa está bien construida y sólo cayeron cuadros, libros y lámparas.
Es curioso, pues en ningún otro temblor había sentido miedo. Tal vez sea por la edad, pues recuerdo que en 1957 mi madre entró a mi recámara para decirme algo así como
no te asustes, está temblando. Sí, le contesté, y volví a dormirme. Ya de día supe que se había caído El Ángel entre otros lamentables estragos. Algo similar me ocurrió en 1985. Me volví a dormir a pesar de que vivía en un séptimo piso. También se fue la luz y no me enteré de nada. Era tal mi ignorancia de lo ocurrido que me dirigí a La Jornada, entonces en la calle de Balderas, para asistir a una reunión anual (era el primer aniversario del periódico). Pero no me dejaron pasar más allá del Viaducto hacia el centro de la ciudad. En el trayecto vi varias fachadas destruidas, pero ningún edificio colapsado. Entendí que el temblor había sido mayor que el de 1957. Me dirigí a la revista Punto, creo que en Eugenia cerca de Insurgentes, y de ahí llamé a La Jornada. Dolores Cordero me dijo que ni intentara ir, que la reunión se había suspendido, que el Centro parecía zona de guerra. Una gran tragedia que no había imaginado desde mi vivienda en el sur rocoso del DF. Todos recordamos lo que sucedió y es una herida que no hemos superado. El único de mis amigos muertos fue el médico Gilberto Lozano, originario de Saltillo en cuya casa viví cuando era niño. Era, además del médico familiar, el jefe de enseñanza del Centro Médico Nacional y apareció en la lista de fallecidos. Otros amigos sufrieron daños en sus departamentos, pero nada grave que lamentar.
Esta vez, en cambio, sí tuve miedo, a diferencia del temblor previo del 7 de septiembre. Ni celulares ni televisión. El teléfono fijo también dejó de funcionar por un buen rato; sólo funcionaba la radio del coche. Tere estaba muy preocupada de que algo me hubiera pasado, hasta que la alcancé fuera de la casa. Todo en cuestión de segundos o minutos pues hasta el momento no me he enterado de cuánto tiempo duró el sismo. ¿Trepidatorio y ondulatorio? No lo sé. Cuando regresó la electricidad supe, por una entrevista de Aristegui a un geólogo de la UNAM, que si el epicentro hubiera estado más lejos el sismo habría durado más tiempo pero que la intensidad quizá hubiera sido menor. Pero el epicentro estuvo en Morelos colindado con Puebla y no sé a cuántos kilómetros de Cuernavaca, donde vivo. Un epicentro extraño, conocido como terremoto intraplaca que son los más raros y que regularmente no ocurren en las zonas sísmicas típicas. Por esto mismo suelen ser más terribles en sus consecuencias comúnmente ubicadas en zonas no preparadas para este tipo de sismos (me refiero al tipo de construcciones, pues obviamente nadie está preparado para estas tragedias).
Tere, que desde hace meses coopera con los bomberos de Cuernavaca, que carecen hasta de ropa adecuada y vehículos apropiados, se comunicó con ellos el mismo martes y le dijeron lo que necesitaban con más urgencia: en primer lugar agua y alimentos, pues no habían parado desde que iniciaron sus labores de rescate y muchas tiendas cerraron esa tarde (por miedo o para evitar que las saquearan, no lo sé). Por la noche nos enteramos que el centro de Jojutla estaba destruido casi en su totalidad; quizá la ciudad más afectada de todo el estado. A Cuernavaca y municipios cercanos también les fue mal, pero aparentemente menos que a Jojutla. Muchos muertos, más, en proporción, que en la ciudad de México. Los bomberos de Cuernavaca, dicho sea de paso, carecen de equipos adecuados, a pesar de que su colecta anual fue hace unos días. El ayuntamiento los tiene incluso sin llantas para los camiones, éstos están descompuestos en su mayoría, carecen de linternas (que les urgen todavía), hachas, marros, guantes de carnaza y demás. En Jiutepec, municipio vecino de Cuernavaca, están mejor equipados pues las empresas e industrias de la zona los ayudan y les dona equipos, incluso camiones. Pero en Cuernavaca no hay gobierno, aunque formalmente exista el ayuntamiento y un supuesto presidente municipal.
A diferencia del terremoto de 1985, en el que las autoridades se quedaron congeladas como cuando se pasma una computadora, en esta ocasión tanto las federales como las estatales (y no sólo de Morelos) se movieron de inmediato, giraron instrucciones, se hicieron asesorar por especialistas, apoyaron con recursos e información tanto por medios tradicionales como por redes sociales. La gente, como también ocurrió hace 32 años, se organizó con rapidez y como pudo inició su auxilio sin regateos hasta donde el cuerpo aguantara. La solidaridad en México, aunque no se exprese todos los días, sí se hace sentir ante las tragedias. Es conmovedor. En los supermercados y los mercados se pudo ver desde temprano del miércoles a cientos de personas comprando latas, agua embotellada, linternas, palas, medicamentos de primeros auxilios, frazadas y más cosas útiles para ayudar incondicionalmente a quien lo necesita. Un apoyo que no pide agradecimientos ni una foto: anónimo, pero muy honesto y ejemplar. De verdad conmueve y enorgullece.
El artículo que estaba escribiendo lo borré. No venía al caso en estos momentos.
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