Luis Hernández Navarro
E
ste 17 de septiembre, un grupo de gente armada asaltó en Juchitán un tráiler lleno de productos solidarios, destinados a los damnificados por el sismo. El vehículo se trasladaba rumbo a la salida a Ixtepec cuando fue interceptado por varios motocarros pintados de rojo y amarillo. Los ladrones se llevaron ropa nueva de una maquiladora de Tehuacán, alimentos y botiquines de primeros auxilios. De paso, despojaron a los voluntarios que habían organizado la colecta de sus celulares y carteras.
Ese robo no fue casualidad. Multitud de hurtos han sido perpetrados en la zona de desastre desde que la tragedia se atravesó en la vida de los istmeños. Desgracia sobre desgracia, miles de afectados no sólo perdieron de un momento a otro sus viviendas, en muchos casos construidas a lo largo de varias generaciones, sino los pocos bienes que se salvaron de la destrucción. A pesar de la presencia del Ejército, los ladrones se los han robado.
Para proteger sus escasas propiedades, los damnificados viven y duermen en las calles. Ni siquiera cuentan con tablones y láminas para guarecerse del sol y las inclemencias del tiempo. En su lugar, colocan toldos improvisados y aguardan, cada vez con mayor impaciencia, señales de la reconstrucción. Desconfían de la policía, que en el día viste uniforme y en la noche se lo quita para delinquir. Por eso, en varios barrios y secciones han formado grupos de vigilancia para tratar de evitar el pillaje.
La autorganización de los damnificados del Istmo para enfrentar la inseguridad es expresión de un proceso más amplio de asociación comunitaria autónoma, surgida de la incapacidad gubernamental para atender a las víctimas del desastre. Las distintas instancias de gobierno han sido rebasadas por la magnitud de la tragedia, y los afectados se han organizado por su cuenta para tratar de solucionar sus efectos. No sólo cuidan sus propiedades. Junto a grupos de voluntarios, también se hacen cargo del acopio, hacen funcionar comedores populares y gestionan la reconstrucción.
En esas experiencias autogestivas está el germen de un gran movimiento de afectados. Grande por el número de sus integrantes, por su capacidad de movilización, por su potencialidad para desafiar y negociar con el Estado.
Ese movimiento en potencia está alimentado por una vigorosa matriz cultural. Tanto el Istmo como la Sierra Mixe-Zapoteca son regiones con una fuerte identidad étnica, una importante cohesión cultural y una tradición de lucha histórica. Buena parte de los choques que se han producido entre los damnificados y el gobierno federal tienen que ver con la incomprensión de esta especificidad y el afán centralizador y homogeneizador de los planes de reconstrucción de las autoridades federales.
Ese es el caso de la vivienda. Sedatu anunció la edificación de casas de 50 metros cuadrados. Pero los afectados no quieren casas sino materiales de construcción y ayuda para levantarlas. Conocedores de la máxima de que
donde hay obra, sobra, creen que con el proyecto gubernamental se va a hacer negocio; más aún, ante la falta de licitación para otorgar las edificaciones.
En el Istmo la gente está acostumbrada a vivir en casas de techo amplio para resistir el calor, con un corredor en el que se pone la hamaca, y patio con palmeras o tamarindos. Muchos istmeños tienen viviendas de 30 metros de calle y 20 metros de fondo (no toda la superficie está edificada). El material de construcción principal es el adobe, fresco en verano y cálido en temporada de frío. El proyecto gubernamental anunciado choca con esa realidad.
Cinco experiencias asociativas, dentro y fuera de Oaxaca, serán referencias importantes en la formación de este movimiento. La primera es la Coalición Obrero Campesino Estudiantil del Istmo de finales de las décadas de 1970 y comienzos de la de 1980 (la que ganó el ayuntamiento de Juchitán en 1981), hoy dividida en seis o siete fracciones e inmersa en un proceso de descomposición política. La segunda es la Coordinadora Única de Damnificados (CUD), surgida a raíz de los sismos en Ciudad de México en 1985.
La tercera es la Comuna de Oaxaca, parida por la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) en 2006, que exigió la renuncia del gobernador Ulises Ruiz. La cuarta es la lucha por la defensa del territorio en contra de los megaproyectos, de la cual es parte la resistencia a la instalación de plantas eólicas en el Istmo. Y, finalmente, el Consejo de Comunidades Damnificadas de la Montaña de Guerrero, formado para enfrentar los desastres naturales provocados en aquella región por la conjunción del huracán Ingrid y la tormenta Manuel en 2013.
Hasta hoy, la solidaridad hacia los damnificados sigue siendo vigorosa, pero no necesariamente tiene continuidad. Muchas de ellas son proyectos individuales o de pequeños grupos de afinidad que acopian víveres y agua, y terminan con la entrega del apoyo a los afectados. Las únicas iniciativas de la sociedad civil que mantienen una presencia organizada, permanente y sostenida en la mayoría de la zona dañada son las del magisterio de la sección 22, las del artista Francisco Toledo y las del Congreso Nacional Indígena.
Hay enorme desconfianza a las iniciativas gubernamentales para canalizar ayuda humanitaria. La pretensión de centralizar esa solidaridad mediante el DIF, de agencias gubernamentales o de políticos, suscitan muy poca adhesión y entusiasmo.
El gobierno federal tiene ante sí un dilema central: o se apoya en la población para enfrentar las tareas de la reconstrucción o pretende resolver los problemas que tiene por delante sólo con una lógica institucional centralizada. En lo que es la crónica de un desastre anunciado, hasta ahora, su política ha consistido en tratar de controlar desde arriba las labores de rescate y reconstrucción, y utilizarlas como pasarela para la sucesión presidencial. Más temprano que tarde se topará con la organización autónoma de los damnificados.
Twitter: @lhan55
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