León Bendesky
E
n cuanto empezó el sismo del martes pasado, salimos de la oficina y nos paramos a media calle. Era impresionante y, claro está, teníamos miedo. De pronto, el edificio de enfrente, de seis pisos, se movió alocada y ruidosamente, como una gelatina con cascabeles. Se desprendían trozos de cemento y fragmentos de vidrio en medio de una nube de polvo. Pensamos que se desplomaría sin remedio, pero se sostuvo; ¿quién sabe en qué condiciones quedó?
Ahí nos convencimos de la magnitud del terremoto, como si el potente movimiento debajo de nuestros pies no fuera suficiente. Lo comprobaríamos en seguida tan sólo caminando por calles aledañas.
Un edificio tenía boquetes en las paredes, los ladrillos desparramados en la acera y podía verse el interior de las casas, sin pudor. De una ventana colgaban unas bolsas de mujer. La cotidianidad se rompió, literalmente. Por doquier se veían vidrios, paredes y fachadas desgajados.
Pronto llegó la noticia del derrumbe del edificio de la esquina de Laredo y Ámsterdam, a unas cuantas cuadras. Tantas veces había visto ese inmueble al caminar hacia el parque México y en ese instante no podía traer su imagen a la memoria, que se bloqueó pensando en la gente que habría quedado atrapada, tal vez ya sin vida.
Poco a poco íbamos sabiendo de los muchos daños que había en el barrio y también en La Roma. Otra vez, como en 1985. Personas lastimadas, muertas. Edificios caídos, otros maltratados o inservibles; algunos se desalojaron de inmediato, muchos más siguieron después.
Las familias cargaban vehículos con sus pertenencias. Algunos caminaban por las calles arrastrando sus maletas, cariacontecidos.
En la colonia se instaló primero el caos por el sismo y luego por las labores de rescate y el abundante acopio de víveres y materiales diversos. El relativo orden que logró imponerse se debió a los voluntarios, a la ciudadanía; jóvenes primordialmente que se mezclaron sin distinciones sociales y de ningún otro tipo para ayudar a los otros, a los afectados y apoyar a los rescatistas.
El tráfico se desvío de las áreas ocupadas, siempre por jóvenes que a señas y gritos indicaban a los conductores por donde circular. En la zona que pude abarcar había un puesto del Ejército, pero nunca apareció siquiera un policía de tránsito.
Los vecinos llevaban todo tipo de cosas a los muchos puntos de acopio que se instalaron. Privaba un ambiente de pesadumbre y congoja.
Se ha ensalzado merecidamente la activa participación de la gente para auxiliar a las víctimas del sismo. Ese es, por cierto, un gran activo social sobre el que hay que reflexionar y aprovechar.
Son los ciudadanos y, en especial, los jóvenes, los que en masa se organizaron de modo espontáneo para ayudar a los otros. Esto llegó incluso a un punto de saturación. ¿Cómo y cuándo se transita desde la espontaneidad provocada por una crisis hasta la organización? ¿Cómo será una ciudadanía organizada?
Este asunto debe confrontarse necesariamente con la corrosión social que crece en el país. Apenas tembló y había robos y saqueos. Las semanas que siguen serán muy delicadas en muchas partes por la escasez de víveres y medicinas, la indefensión de quienes quedaron sin casa y la atención a las necesidades sociales.
Los primeros días tras un temblor son una carrera contra del tiempo para el rescate de los heridos y la recuperación de los fallecidos. Pasados unos cuantos días se pasó de la muchedumbre de jóvenes que llenaba las calles y ayudaban incansables; del incesante sonido de las sirenas, el paso de camiones de volteo y vehículos del Ejército, lo que provocaba un ambiente de mucha tensión, a una especie de abandono, como si los habitantes del barrio no quisieran dejarse ver. El fin de semana había algo de fantasmal en el vecindario.
Entre los ingenieros se dice que los temblores no matan a la gente, que la matan los edificios. Hay, por supuesto, muchas razones por las que un inmueble puede caer o quedar dañado por un sismo.
Me pregunto cuántos de los que ahora cayeron o se hicieron inhabitables estaban ya dañados desde el sismo de 1985 y a causa de los que siguieron hasta este 19 de septiembre. Según el Servicio Sismológico Nacional se cuentan 30 con magnitudes entre 6.5 y 8.2, como el del pasado 7 de septiembre.
Para que los edificios no maten o maten menos es imprescindible un mínimo de responsabilidad de los dueños y constructores. También es un asunto colectivo que exige normas de edificación bien definidas y aplicadas con rigor, cosa que como vecino de largo tiempo de La Condesa he podido constatar que no ocurre.
Se requiere de una zonificación sobre el tipo de construcciones permitidas y la densidad poblacional y urbana que provocan, lo que tampoco sucede. La delegación Cuauhtémoc es especialmente laxa con las regulaciones vigentes, lo que se advierte en los proyectos inmobiliarios que se han hecho en los años recientes y en particular durante esta administración. De nada sirven las constantes protestas de los vecinos, tercos a pesar de la impunidad reinante.
Se trata, simple y llanamente, de una cuestión de convivencia que repercute en la calidad de vida y, finalmente, es una cuestión de vida o muerte. La ciudadanía tiene muy poca confianza en quienes gobiernan a escalas federal y local. Este desgaste no se supera con declaraciones y lleva mucho tiempo restituirla.
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