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jueves, 16 de agosto de 2012
El imperativo de la invalidez
Jorge Eduardo Navarrete
En la entrega más reciente de este artículo bisemanal hice notar un hecho que ha continuado manifestándose y que se mantiene en el centro de la atención y de las preocupaciones en la coyuntura poselectoral. Aludía a que no ha dejado de crecer –en número e importancia– la acumulación de indicios y evidencias sobre la naturaleza, extensión y alcance de las múltiples irregularidades que viciaron el proceso político-electoral que desembocó en la elección presidencial del primero de julio. Como ocurrió a lo largo de ese mes, en la primera mitad de agosto, en forma casi cotidiana, aparecieron nuevos informes de ilícitos electorales y se detallaron mejor las muy extendidas e inquietantes redes de complicidades que los envuelven. Se ha tornado prácticamente irrebatible, con los elementos prexistentes y los surgidos en las dos últimas semanas, la realidad abrumadora de un proceso regido y controlado por montos ingentes de recursos financieros, más allá y por encima de los originados en el financiamiento público de partidos y campañas. Se ha fortalecido, en consecuencia, el reclamo ciudadano porque se aclare –con suficiencia y oportunidad, es decir, antes de la calificación de los comicios– el origen y destino de esos recursos, así como diversos otros actos presumiblemente ilícitos, o al menos irregulares, ocurridos antes y durante los 90 días de la campaña por la Presidencia, determinantes del resultado electoral. En estas condiciones, la declaratoria de invalidez de esa elección aparece ahora como un imperativo ineludible.
Ante ese reclamo ciudadano –que ha tenido momentos de gran relevancia y repercusión como el cerco a Televisa tendido a finales de julio por el movimiento #YoSoy132, la ratificación de la impugnación de Acción Nacional alrededor del caso Monex y la denominada Expo Fraude 2012 de mediados de agosto– resulta cuando menos sorprendente la actitud mostrada de manera reiterada por algunas autoridades electorales. El discurso del consejero presidente del IFE no se ha apartado un ápice del proferido desde la fecha misma de los comicios. En la mañana del primero de julio, cuando apenas se informaba de la instalación de las casillas, declaró: “Esta elección es ya la más equitativa de la vida democrática, y la más limpia e imparcial de las que hemos organizado” (IFE, boletín 208, énfasis añadido). En sucesivas declaraciones, de las que he tenido conocimiento por la prensa, no he advertido rectificación sustancial de esta hiperbólica apreciación. Se ha preferido reiterarla en términos idénticos o semejantes, en diversas ocasiones, como verdad revelada, con independencia de la evolución de los acontecimientos.
El imperativo de la invalidez arriba mencionado no deriva, en realidad, de uno solo de los ilícitos o irregularidades denunciados, considerado de manera aislada, aun si se tratara del potencialmente más grave o lesivo de ellos. Deriva, como resulta evidente para el observador objetivo, del conjunto de ellos, de su sumatoria. Es el cúmulo total de infracciones –cada una de las cuales debiera estar siendo investigada a fondo en estos momentos y en las semanas sucesivas previas al cierre del plazo legal de calificación– lo que dañó de manera irremediable la libertad y la autenticidad de los sufragios emitidos en la elección presidencial y lo que torna ineludible la declaración de su invalidez.
Me parece difícil que la autoridad electoral afirme como verdad incontrovertible que, dada la normatividad y el número de quejas e impugnaciones, no podrán ser investigadas con exhaustividad antes del vencimiento de ese plazo, en tres semanas más. El instituto, el tribunal y la fiscalía especializada disponen de facultades sumamente amplias para allegarse sin dilación la información necesaria para llevar adelante sus pesquisas hasta concluirlas. Hay precedentes de que, si aparece una limitación del lado de los recursos humanos, puede acudirse a los de otras reparticiones del Poder Judicial de la Federación, como ha sido el caso en algunas operaciones de recuento de votos decididas por el tribunal y realizadas en plazos perentorios.
Si, con el avance del tiempo, apareciese la disyuntiva entre emitir la declaratoria dentro del plazo legal establecido sin haber concluido el desahogo de las inconformidades o encontrar una forma legal aceptable de ampliar dicho plazo y llegar a un veredicto precedido por la conclusión de una investigación exhaustiva, me parece que sería preferible optar por esta segunda posibilidad. Median algo menos de 90 días entre el vencimiento del plazo de calificación y la fecha –esa sí inamovible– de término del periodo constitucional. Existen precedentes de recursos para ampliar plazos legales establecidos, mediante el acuerdo de las fuerzas políticas representadas en el Congreso. Uno, que todo mundo recuerda, es el de detener el reloj legislativo para concluir la aprobación del Prespuesto de Egresos y de la Ley de Ingresos de la Federación aunque en realidad haya fenecido el último día del plazo señalado para su adopción. Otro se encuentra en la integración del actual Consejo General del IFE, varios de cuyos integrantes fueron elegidos (o designados) tras del vencimiento de varios plazos sucesivos y, a fin de cuentas, mediante una modificación ad hoc del procedimiento consgrado en la ley. Los plazos legales, en suma, nunca han sido obstáculo si existe un acuerdo político en el sentido de que extenderlos contribuye a alcanzar un mejor resultado sustantivo.
Concluyo preguntándome si las fuerzas políticas representadas en el nuevo Congreso estarían dispuestas a hacer frente a una disyuntiva de esta naturaleza. ¿Puede alguna fuerza política responsable manifestarse de acuerdo con que –cediendo a la presión de los beneficiarios directos de una elección plagada de irregularidades y a la aún más desembozada de los organismos empresariales, que “desde luego que tienen derecho a hablar y exigir buenas conductas… lo que les falta es razón y autoridad para hacerlo”, como señaló en estas páginas Rolando Cordera– se califique como válida una elección efectuada, para no eludir el lugar común, “haiga sido como haiga sido”? ¿O preferirían evitar que México sufriera un segundo periodo presidencial consecutivo marcado por un agudo déficit de legitimidad y reponer una elección viciada para, realmente, dejar establecida la consolidación de la democracia electoral?
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