Adolfo Sánchez Rebolledo
C
on la aprobación de la reforma energética es obligado repensar si aún es viable el proyecto constitucional, como ya se lo han preguntado Diego Valadés y Arnaldo Córdova, entre otros especialistas. Dados los resultados, es obvio que las izquierdas deben reflexionar y hacer un balance crítico.
Sin duda, el desprecio por el debate informado que caracteriza a Peña Nieto se observó como un síntoma de indecisión cuando ya era el mejor ejemplo de intolerancia. Muchos de los priístas que votaron en contra de la reforma calderonista ahora se sumaron indignamente a los argumentos contrarios. Le dieron alas a la derecha. Una vez más el uso brutal de los medios ha sido un factor para adormecer la respuesta crítica. La denuncia de la inminente privatizacion no bastó a las izquierdas para hacer cambiar al Congreso, donde su presencia es minoritaria. A pesar de las continuas llamadas de atención, comenzando por el intento fallido de Calderón, es evidente que se subestimó la decisión de Peña Nieto de aceptar la propuesta panista, que al menos en el papel obtuvo el mayor logro de su historia parlamentaria. La aprobación al vapor de las reformas consagra, según algún entusiasta diario estadunidense, la democracia
funcionalque hace de los congresos locales simples correas de transmisión del poder central. ¿Dónde quedó la capacidad de diálogo, el espíritu del pacto hoy quebrado en pedazos? Por lo visto, el gobierno y su partido se preparan con más atención para confrontar a pequeños grupos de acción que a las fuerzas que ejercen la libertad de expresión, a las que jamás se les toma en cuenta, con lo cual estimulan el desánimo y el descontento. El fantasma de la represión danza entre nosotros.
Pero esa alianza entre el PRI y el partido de la reacción, como gustaban llamarlo los priístas de vieja cepa, tiene una historia y un destino común que vale la pena revisar a ojo de pájaro.
Ante la presencia omnímoda de la Revolución Mexicana, los conservadores de raza se fundieron con el liberalismo porfiriano en ese amplio arco de ideas que iban del catolicismo ultramontano de estirpe hispanista, colonial, al modernismo inspirado en la fuerza gravitacional del capitalismo yanqui, tan lejano a las costumbres propias pero tan próximo al único modelo de sociedad que nuestros
capitanesde empresa idolatraban en un mundo amenazado por el bolchevismo, al que algunos identificaban con el articulado social de la Constitución de 1917, así como en la afirmación del laicismo que el jefe máximo traduciría en las prácticas anticlericales que desataron el conflicto religioso. No extraña, pues, que al emprenderse las grandes reformas sociales del cardenismo las derechas ilustradas y las no tanto las combatieran reclamando el fin del totalitarismo, no obstante su notoria coincidencia con las proclamas falangistas que la Iglesia y sus fieles esgrimían para atacar al gobierno de Lázaro Cárdenas. Desde el punto de vista ideológico, la existencia de una reacción viva y actuante daba argumentos para fortalecer la dominancia revolucionaria, cristalizada en la fuerza del presidencialismo como expresión de un poder superior, unitario, colocado por encima de intereses clasistas o particulares, asimilable al centro político una vez anulados los extremos.
En ese trayecto se consolidó el régimen político y la Constitución se fue adaptando pragmáticamente a las necesidades planteadas al grupo dirigente de la gran coalición gobernante. Las propias fuerzas
revolucionariasredefinieron sus fines y los puntos de contacto entre las élites se reprodujeron, conservando para la Presidencia el papel arbitral de última instancia. Si en el lenguaje del poder imperaba la retórica del nacionalismo, en la realidad el curso de la vida económica se iba ajustando a las fuerzas que pugnaban por caminar entre el laberinto del estatismo burocrático. Los intentos de volver al origen fomentando la alianza con las masas fueron reprimidos o instrumentalizados para impedir cualquier reforma nacional, popular. El gobierno desnaturalizó sindicatos, centrales campesinas, organizaciones, para asegurar la
estabilidad, es decir, de un orden corporativo, vertical, cada vez más alejado del proyecto nacional de desarrollo contenido en la Constitución. Hubo fases en que predominaba la retórica de la justicia social, pero en los hechos la derecha volvió al lugar de privilegio apoyada por la esterilización de la vida pública generada por la retórica vacía del partido casi único. Inspirados por el liderazgo de Reagan y Thatcher, el empresariado y sus voceros políticos comprendieron que había llegado la hora de tomar las riendas del Estado sin la mediación de la alta burocracia que aún fijaba la agenda nacional, lo cual implicaba darle curso al
reclamo democráticoque ya fluía de arriba abajo en la sociedad y trazar una alternativa basada, justamente, en el debilitamiento del Estado para fortalecer el mercado, cuestiones que no sin sorpresa (e indignación de algunos panistas) hizo suyas el presidente Salinas. Los papeles se intercambiaron y el presidente se hizo el promotor principal del programa de sus teóricos adversarios. Lo que sigue es historia conocida.
El nacionalismo se declaró oficialmente muerto, pero también las ideas en torno a la igualdad que debían inspirar al Estado. Aunque el término suene a cliché, la derechización alcanzó nuevas cotas en la conciencia social y el catecismo neoliberal se impuso en todos los órdenes como la ideología dominante. La vida pública, a pesar de las transformaciones democráticas y el despertar de millones, se debate desde entonces entre la administración de la decadencia de las instituciones del viejo régimen y la impotencia para crear un nuevo Estado capaz de superar la crisis de la sociedad mexicana.
Por lo pronto, México vivirá el año próximo las primeras secuelas de unas reformas
estructuralescuya aplicación implica una inmensa sacudida sobre sus respectivos campos de acción, las cuales pueden dar lugar a riesgosos conflictos, con fuertes implicaciones para el futuro. El gobierno y sus aliados se lanzaron a la aventura de cambiar la Constitución sin definir el alcance de las leyes secundarias, lo cual no sólo crea incertidumbre sino que alienta una especie de lucha a muerte por el botín entre los grupos de presión concurrentes, que abiertamente se expresan a través de los grupos parlamentarios vencedores.
La izquierda no podrá revertir las medidas desnacionalizadas sin prepararse para formar una mayoría capaz de derrotar a las fuerzas combinadas del PRI y el PAN. Hay que pensar en el 2015 haya o no consulta, fomentando la fiscalización popular, exigiendo a los órganos del Estado transparencia absoluta y organizando la lucha contra la corrupción. Las reformas, lo hemos visto, tienen graves implicaciones laborales que se aplicarán en contra de los trabajadores, por más que los líderes caigan en desgracia. Pero sus voces no se han escuchado. Las izquierdas admiten con razón que esto no ha terminado, pero es obvio que hace falta más, mucho más que voluntad para caminar en el nuevo laberinto que se ha creado en estos días.
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