Pedro Miguel
N
o es fácil conservar la cabeza fría y el corazón blindado al observar los saldos de la destrucción nacional sistemática emprendida por los sucesivos gobiernos de Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña; hasta el intento de enumeración es doloroso: la propiedad pública, arruinada y saqueada; los derechos básicos, anulados de jure o de facto; la soberanía, entregada; las instituciones corrompidas y desvirtuadas; la población, sometida a la violencia y la zozobra; la criminalidad organizada, erigida en fuerza gobernante; la Constitución, adulterada; la vida republicana, reducida a un acto de simulación; los lazos solidarios, escarnecidos como reminiscencias obsoletas; la sociedad, postrada y enajenada, convertida en un hato de consumidores; la administración pública, parasitada por delincuentes de saco y corbata; las esperanzas de desarrollo, desvanecidas, y la lógica de
sálvese quien pueday
triunfe el más fuerte, imperantes en un país roto.
A primera vista, podría parecer suicida la determinación de los funcionarios que conforman el proconsulado estadunidense de destruir el país que (des)gobiernan, con la perspectiva de serruchar el piso en el que se encuentran parados. Pero esa tecnocracia, al igual que los capitales a los que sirve, carece de patria. Ya se ha visto cómo, de Salinas en adelante, presidentes y miembros del gabinete, una vez concluidas sus funciones, han encontrado vías de desarrollo personal muy redituables en el seno de organismos financieros, de corporaciones trasnacionales y de centros de producción de ideología neoliberal.
Además, el viejo programa de paz y estabilidad que requerían los grandes capitales ha dejado de ser un buen plan de negocio. Se acumula más y más rápido en escenarios de zozobra y de guerra. Como lo constató la mafia de los Bush en Afganistán e Irak, la destrucción de un país puede ser una operación muy jugosa; incluso, si se trata del país propio, como lo constató en México la mafia de Calderón.
Peña fue puesto en el poder justamente para eso, y en vez de consagrarse a la solución de los más graves problemas nacionales, se ha dedicado, desde un principio, a exacerbarlos: en cosa de un año ha logrado agudizar la inseguridad y la violencia heredadas del calderonato, a llevar al límite el descontento magisterial, a provocar un generalizado resentimiento por el alza de impuestos, a acentuar las tendencias represivas contra las disidencias, a incrementar el agobio de los usuarios de la banca, a terminar de desmantelar el sistema educativo, a multiplicar y exhibir la insolencia, la impunidad y la frivolidad de los empleados y amigos del régimen y a despedazar el pacto social plasmado en la Constitución de 1917.
Ha de reconocerse que el grupo gobernante ha desempeñado muy bien su tarea. Lo de menos es si el propio Peña tiene claro lo que está haciendo; los capitales han copado los puestos públicos y la gran mayoría de los cargos de representación popular con operadores capaces y con experiencia sobrada en la descomposición acelerada de instituciones y sistemas sociales mínimamente funcionales.
No es fácil mantener la cabeza fría y el corazón blindado ante semejante destrucción programada del país. Y, sin embargo, es necesario. El programa del proconsulado neoliberal pasa, justamente, por sembrar desaliento y desesperación que generen respuestas apáticas o violentas: más fácil es dominar a una población abrumada por la derrota y más réditos da la represión contra quienes han perdido –justificadamente, sin duda– los estribos.
El estallido sin rumbo ni esqueleto tiene sobrados promotores en el bando de la antipatria como para ayudarles desde el lado del activismo opositor. El camino para reconstruir el país es el de la concientización y la organización ciudadanas y generalmente resulta largo y fatigoso. Pero ya sea que se pretenda convocar a un paro general, a la desobediencia civil generalizada o a ganar y defender una elección, ha de empezarse por ahí. Ante los empeños por imponer la barbarie y la zozobra desde la cúpula de las instituciones, la sociedad tiene ante sí el desafío de defender la civilización.
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