Miguel Concha
E
l panorama político y económico se torna desolador en México. Los grupos en el poder pasan por encima de los derechos y el futuro de las personas y comunidades. En las calles se siente la indignación ante el despojo y las amenazas para reprimir, y los malos gobiernos poco a poco y discretamente pretenden legalizarlas.
En este escenario, el Congreso de la Unión ha realizado una serie de reformas, muchas de ellas propuestas desde o a favor de la Presidencia de la República, que atentan contra el derecho legítimo a la protesta, y pueden ser usadas de manera discrecional para criminalizar a las personas y colectivos que disienten de los asuntos públicos del país. Tal es el caso de la reciente iniciativa de Ley de Manifestaciones Públicas del Distrito Federal, que actualmente se encuentra en la Cámara de Diputados, la cual con justa razón ha sido calificada como un instrumento que atenta contra los derechos a la libre asociación, a la manifestación pública de las ideas, a la libertad de expresión y a la protesta social.
Esta semana organizaciones defensoras de derechos humanos denunciaron que el gobierno no puede sencillamente invocar el mantenimiento del orden público para suprimir, desnaturalizar o privar de contenido derechos garantizados por la Convención Americana de Derechos Humanos, pues son un valioso indicador para determinar en qué medida los estados respetan otros derechos.
La protesta social es un mecanismo legítimo de exigibilidad de derechos y un derecho en sí mismo, y por tanto el Estado tiene la obligación de proteger, respetar y garantizar su ejercicio. Sin embargo, esa iniciativa tampoco puede ni debe estar desligada de otras reformas gravísimas que se han hecho.
En el contexto de la llamada reforma política se modificó de paso y subrepticiamente el artículo 29 de la Constitución, con el propósito de dejarle al Presidente de la República amplio espacio para la suspensión o restricción de garantías. Dicho artículo le permite ahora a él solo, sin consultar con su gabinete, realizar esta acción. Es decir, lo dota de un poder absoluto en el orden ejecutivo para suspender o restringir derechos. Además, la modificación establece que dicha excepción debe estar aprobada únicamente por la mayoría simple del Congreso o de la Comisión Permanente, según sea el caso, pues no se exige explícitamente la mayoría calificada.
Durante esta vorágine de reformas legislativas se modificaron también cinco leyes con la intención de ampliar el alcance del delito de terrorismo. Lo grave de estas reformas, que ahora están en manos de los senadores, es que el uso discrecional de estos ordenamientos repercute indirectamente en los derechos de las personas y colectivos que se manifiestan, pues la terminología ambigua que emplean haría posible que se consideren como delitos asociados a terrorismo las acciones legítimas de protesta social.
Por otro lado, la propuesta del Código Nacional de Procedimiento Penales incluyó cláusulas relativas a la intervención de comunicaciones privadas, retención de datos y localización geográfica a través de dispositivos móviles, sin que se cuente con la debida autorización de un juez. Es decir, que se puede someter a investigación a una persona sin que necesariamente se le instruya un proceso judicial aceptable.
Pareciera que ninguna de estas acciones legislativas tuviera relación, pero lamentablemente no es así. El gobierno construye un entramado legal para legitimar la criminalización de la protesta social y, más aún, para acallar las voces que denuncien el autoritarismo que nos imponen de manera evidente. Asimismo, en el Distrito Federal, que por mucho tiempo ha sido el lugar de debates públicos sobre temas de interés nacional, se pretende también hacer reformas al Código Penal local. Se presiona en efecto para modificar artículos de este ordenamiento, con lo que nuevamente se propiciaría penalizar de manera desproporcionada a manifestantes, y se daría libre curso al uso excesivo de la fuerza, abriendo la posibilidad para que de manera arbitraria los cuerpos de seguridad incriminen a los manifestantes.
La modificación, ya objetada técnicamente por la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, busca penalizar ultrajes y ataques a las autoridades, así como daños a propiedades en contextos de manifestaciones públicas. El Gobierno del Distrito Federal devolvió ya estas reformas, pues ponen en riesgo derechos de las personas que habitan y transitan por la ciudad, aunque por otro lado se muestra reticente a modificar protocolos de seguridad pública, o a cumplir recomendaciones en materia de derechos humanos asociadas con el derecho a la protesta.
Este panorama nos confirma que el actual régimen pretende a toda costa llevar al campo judicial las luchas sociales. Es, pues, alarmante que los poderes de la Unión muestren gran insensibilidad ante los mecanismos de protesta con los que cuenta la población, y se muestren en cambio omisos en aceptar que los derechos humanos se conquistaron a través de procesos de exigibilidad de la misma sociedad. Es, por tanto, inaudito que antes de reconocer las fallas estructurales e institucionales para su plena garantía, se establezcan instrumentos y mecanismos inhibitorios y represivos de la participación ciudadana, fundamental en la conformación de un país democrático.
Este entramado de reformas y aprobación de leyes secundarias hace posible pensar que estemos próximos a un Estado represor legalizado, a pesar de todas las retóricas en contrario. Es decir, que apegado al objetivo del rechazo al disenso, busca legislar, ejecutar y juzgar según sus propios intereses, sin tomar en cuenta los de las mayorías. Un Estado que de manera paulatina institucionaliza la censura y la mordaza, mediante la excepcionalidad del derecho penal, la interpretación restrictiva de los derechos humanos, la arbitrariedad en la vigilancia de los ciudadanos, y el uso excesivo de la fuerza.
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