Luis Linares Zapata
E
l rumor de la calle es, por largos momentos, ensordecedor. Los oídos de las élites, no sin irónico desprecio, se han cerrado, son incapaces de escucharlo. Fuera de los intereses cupulares muy poco se trasiega en favor de los de abajo. Las cumbres ejecutivas, junto con los medios a su servicio, se enclaustran en narrativas circulares y vacuas, simples justificantes de sus muy particulares ambiciones. Los legisladores están en lo suyo: un rejuego de espejos que sólo refleja el viciado apego a las propias biografías. El esfuerzo por escalar los ansiados escalafones y evitar el temido descenso les resulta agotador para sus energías disponibles. Los compadrazgos, el amiguismo, los negocios, la mirada fija en el mando superior y las complicidades grupales se posesionan en el mero centro de la actividad legislativa. El aparato judicial, por su parte y en sus distintos niveles y especialidades, se regodea pensándose justo, indispensable y meritorio, un verdadero rescoldo que todo lo merece. La inconformidad popular con el olvido a cuestas y la precariedad presente, en cambio, se torna atronadora sin que haya algo o alguien que la atienda o mitigue. La desconfianza, injertada por la corrupción y la flagrante impunidad reinante, golpea sin piedad la compulsiva inclinación de los mexicanos a preservar, antes que todo lo demás, un cacho de esperanza. A lo mejor, sueñan, el mañana será distinto, asequible, lleno de oportunidades.
Las discusiones en el ámbito público se tornan baladíes y las disputas callejeras se suceden como ásperos sucesos cotidianos ubicados en todas partes y por múltiples motivos. El sistema se muestra incapaz de canalizar el descontento, de suavizar agravios, de conducir el conflicto, de apuntar salidas, de señalar opciones, de incluir a los protestantes. Ya ni los mismos aparatos de convencimiento, con las televisoras por delante, pueden apaciguar los caldeados ánimos. El poder, conducido por la plutocracia, se concentra en su reducida agenda: reformas para la continuidad de los privilegios heredados. El apabullante discurso presidencial, difundido con despliegue constante y siempre con tonalidades sublimes, ribetes de epopeya y resonantes horizontes, cae en franco vacío y a muy pocos alienta.
En el momento en que, un dizque senador como el señor D. Penchyna es localizado en las redes sociales en sus variados oficios y ocupaciones: como ubícuito vocero de las inapelables decisiones del Ejecutivo federal y defensor, más que celoso, de una reforma energética, a las prisas y componendas, algo sumamente podrido escurre en esta República. La presente administración priísta, la del pretendido
Mover a México, resiente el atorón de sus propios arranques voluntariosos y nebulosas de grandeza. Ha quedado atada al mediocre desempeño que se apoltrona en casi todos los órdenes de su accionar. Sus alegatos de efectividad han quedado en la picota de una economía lánguida y amenazante para la estabilidad. El liderazgo legislativo del país se ensarta en un berenjenal de tonterías que nada tienen que ver con las tribulaciones del pueblo. Por más que se analice, por mejores propuestas que se hagan desde la sociedad para limitar la voracidad financiera de funcionarios y partidos políticos, éstos siguen un patrón creciente y desbocado en sus apañes. Relucen, por doquier, salerosos bonos de jueces presuntamente en peligro; grotescos emolumentos de directores descentralizados; lujuriosos retiros de magistrados y demás compensaciones urdidas para saciar los huecos de bolsillos, sin llenadera, de los burócratas de élite. Deformidad que muestra, a descampado, la imperante desigualdad: estigma bien impreso en la torcida conciencia de los beneficiados.
Ante los reclamos ciudadanos por tales agravios a su costa y peculio, el silencio más denso desciende desde lo alto y la moderación se convierte en una piedra filosofal que nada tiene que ver con esta encorvada actualidad de saqueo. Los haberes públicos, convertidos en botín, son de ellos y sólo para esos que allá arriba, en las meras cumbres del poder, se lo reparten con irreal alegría. Ciertas reglas convenencieras, sin embargo, han sido escritas al respecto para salvaguardar los botines de cada quien. Y ahí permanecen esas reglas, preservadas con celo clasista. Las escriben hasta con indelebles caracteres para resguardar lo que, en efecto, son reales desmanes. Tratar de contrariarlas es arriesgarse al ostracismo y el ninguneo, condena del escandaloso. En última instancia quedan inscritos, como intocables, los llamados
derechos adquiridos, el protegido cauce para seguir usufructuándolos hasta el final de estos desagradables tiempos de malandrines y ladrones.
El desprestigio de partidos, funcionarios, magistrados, legisladores, policías y jueces prosigue indetenible. El aparato de gobierno es una verdadera coladera donde apenas se atoran legitimidades precarias, incapaces de conjurar pasiones, mediar en conflictos, atisbar la mínima grandeza o erradicar vicios colectivos. La plutocracia prosigue en su imparable apetito por el control y el mando de un Estado al que pone, sin miramientos, a su servicio, capricho y codicia. Varios límites del decoro ya se han rebasado y poco queda para la contención y la mesura. Quizá por ello mismo los reales opositores y críticos –a tan despostillado estado de cosas– puedan capitalizar, con facilidad ascendente, la esparcida inconformidad social, política, cultural y económica que campea por la República. Para diseñar un horizonte atractivo y justo para las mayorías hace falta optar, con decisión y constancia, por un cambio de fondo: uno de catadura redentora que hoy parece tan necesaria, utópico es cierto, pero posible. Hay urgencia por desatar el crecimiento y compartirlo. Para ello es preciso quitarle el lastre impuesto por la obscena desigualdad imperante.
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