La jaula ardiente del jordano
Pedro Miguel
E
l califato quemó vivo a un piloto jordano y la marabunta mediática de Occidente atiza el fuego proclamando que ese acto, dirigido primordialmente a ellos,
sobrepasa todos los límites. Líbrenme el Profeta, Tezcatlipoca y Jesús, entre otros celestiales, de justificar los actos espantosos y crudelísimos del Estado Islámico, pero convengamos en que el asesinato bárbaro del soldado jordano es mucho menos excepcional de como lo presentan y que no se trata de una mera exhibición de sadismo colectivo y primario sino de algo incluso más atroz: la deliberada redacción de un mensaje de disuasión y de poder con destinatarios precisos y ortografía impecable.
El problema es que dar a la hoguera el cuerpo vivo de un adversario real o supuesto, e incluso de un sospechoso de algo, es una vieja práctica de gobiernos, pueblos y autoridades religiosas. El influjo civilizatorio de la Ilustración llevó al mundo occidental a abjurar de ella como método de ejecución formal y legal, pero hasta hace menos de un siglo algunas autoridades municipales de Estados Unidos siguieron echando mano de la hoguera para liquidar a negros, culpables de algo o inocentes de todo, como ocurrió el 15 de mayo de 1916 en Waco, localidad que por entonces se daba a sí misma el título de
la Atenas de Texas: el joven negro Jesse Washington fue acusado de asesinar a la esposa de su patrón (ambos blancos), capturado, juzgado en una hora y sentenciado a muerte. Con la complacencia del alcalde y del cuerpo de policía local, el condenado fue arrastrado fuera del juzgado por una turba. Frente al edificio del ayuntamiento el hombre fue golpeado, castrado y amputado de los dedos. Luego fue colgado de un árbol y subido y bajado sobre una hoguera por espacio de dos horas. Unos 15 mil espectadores, “incluyendo funcionarios municipales y policías, se reunieron para observar la agresión. Había un ambiente festivo durante los hechos y muchos niños los presenciaron, al ser su hora del almuerzo (...) Luego de haberse extinguido el fuego, su torso calcinado fue arrastrado por toda la ciudad y algunas partes de su cuerpo se vendieron como souvenirs. Un fotógrafo profesional tomó fotos (y) las imágenes se imprimieron y vendieron como postales en Waco” (http://is.gd/RQRli2).
Tres décadas después de aquellos sucesos tuvieron lugar las mayores quemas colectivas de humanos en la historia, y en todas ellas Estados Unidos desempeñó el papel central: entre el 13 y el 15 de febrero de 1945 las fuerzas aéreas de Washington y de Londres lanzaran cerca de 4 mil toneladas de bombas incendiarias sobre la ciudad alemana de Dresde y provocaron un incendio mayúsculo en el que murieron cerca de 30 mil personas. El 6 de agosto de ese año el presidente Harry Truman ordenó el lanzamiento de una bomba atómica en Hiroshima y en su bola de fuego ardieron al instante 70 mil humanos. Otros tantos fueron incinerados tres días más tarde en Nagasaki por un segundo bombardeo nuclear. Veinte años después de eso, en Vietnam, las fuerzas armadas estadunidenses rostizaron a incontables civiles y combatientes en el fuego lento del napalm y en diciembre de 1989 George Bush padre ordenó el ataque con bombas incendiarias al barrio panameño de El Chorrillo. Tales armas, lanzadas desde modernos helicópteros de ataque Nighthawk y desde aviones F-117, invisibles al radar, provocaron una conflagración que achicharró a entre 300 y 600 habitantes de la localidad.
Por supuesto, la hoguera, individual o colectiva, no es un invento estadunidense. La han puesto en práctica numerosas culturas de la antigüedad, empezando por las viejas prácticas talmúdicas, y los ejemplos obvios son los celtas, los romanos de Occidente –dígalo si no el diácono Lorenzo, asado en una parrilla en tiempos del emperador Valeriano–, los de Oriente –Justiniano estableció el castigo de la hoguera para herejes de la fe cristiana– y los cazadores de brujas y herejes –católicos y protestantes–, aunque dicen que los nativos de América del Norte también eran dados a quemar vivo a uno que otro prójimo. Entre las viejas prácticas talmúdicas se recurría a una variante de quemaduras especialmente terrible: a los condenados al estrangulamiento se les obligaba a abrir la boca y se les vertía plomo fundido en la garganta (Uldaricio Figueroa Pla, El sistema internacional y los derechos humanos, RiL Editores, 2012, p. 39).
Hoy en día el asesinato por fuego es práctica común en diversas zonas de África y América Latina. De cuando en cuando, en pueblos del Distrito Federal y del estado de México ubicados a una hora del Zócalo capitalino ocurren linchamientos de presuntos delincuentes por turbas enfurecidas.
En todos esos casos, desde san Lorenzo hasta el piloto jordano Maaz Kassasbeh, asesinado esta semana por el Estado Islámico, hay un deliberado propósito moralizador y una exhibición de poder por parte de los dueños de la parrilla. Lo más espantoso de quemar vivo a un prisionero, a muchos o a humanos que parecen hormigas vistos desde la mira de un avión de guerra, es que no se trata de arrebatos instintivos, sino de acciones razonadas y meditadas que buscan disuadir y sembrar terror. Empleada por superpotencias, por municipios de Medio Oriente o por comunidades de Latinoamérica, la hoguera no es producto del salvajismo ni de una explosión instintiva y descontrolada de odio; a fin de cuentas, los salvajes no existen, son una mera construcción mitológica de diversas culturas. Es, en cambio, fruto de culturas que conocen perfectamente bien los mecanismos de la intimidación, de la amenaza y de la exhibición extrema de impunidad, y que los utilizan en forma deliberada.
La jaula en llamas del piloto jordano es un espejo de todos los pueblos y es probable que los asesinos lo sepan, y que se regodeen calculando el espanto de Occidente al mirarse ante el espejo.
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