Luis Linares Zapata
El acto de masas del domingo 25 de julio en el Zócalo irrumpió en el panorama nacional como un fogonazo político de gran alcance. Sus emanaciones, aun a la distancia, todavía se huelen, giran, se depuran y evolucionan entre los habitantes del país. Sin duda, llegaron hasta las oficinas, los medios y el análisis de los centros de poder mundial, y éstos comenzaron a girar sus anteojos con nuevo cristal. No fue una concentración como otras tantas de similar factura. Fue la intensa calidad de los pronunciamientos la que multiplicó los ecos de esa reunión de alebrestados ciudadanos. La cadena de repercusiones siguió de inmediato y trastocó la, hasta ese día, tendencia al bipartidismo conducido desde arriba. La opción que dejó asentada en muchas de las mentes, deseosas de emprender una aventura de cambio con talla histórica, sacudió, hasta los cimientos, el entramado vigente de la derecha. Fue, ciertamente, la presentación, con todo el rigor de un acontecimiento significativo para el futuro nacional, de un movimiento que aspira a la transformación de este México injusto y apaleado.
La clase política de elite, acostumbrada a lidiar con ella misma, con sus asociados, apoyadores laterales y para sus propios intereses, resintió el golpe. Fue seco, directo al corto alcance de sus ambiciones de sobrevivencia en las alturas decisorias. Descobijó la irrealidad de sus trajines y acuerdos cupulares carentes de dignidad o trascendencia. Todavía rumiando los pocos alcances y significados de las pasadas elecciones, despertó, de pronto y sin defensas, a tareas y significados que la rebasan. Sus oficiantes de primer nivel se entumieron al sentir el ventarrón del cambio que les estropea sus planes de continuidad sin sobresaltos.
Ni siquiera los recientes golpes al crimen organizado pudieron paliar la indefensión del oficialismo, de sus burocracias partidarias y de sus aturdidos estrategas ante la andanada que todavía reverbera en el Zócalo capitalino. Las voces que allí se elevaron vienen de abajo, de lejos, con alegría y hasta desparpajo para dar cuenta de su inevitable presencia. Muchos de ellos, hombres y mujeres de variada condición, se han acunado en parajes que poco cuentan para los mandones y sus servidores. Vinieron, con harto gozo, coraje y preocupación, a develar su nueva condición de ciudadanos combativos. Saben, ahora, que cuentan porque forman el movimiento reivindicador como no hay otro en la República. El espíritu de cuerpo se hizo densidad política y las propuestas apuntaron hacia un destino al alcance de un tirón adicional de concertación, trabajo organizativo y voluntad para salir adelante.
La canalla reaccionó de inmediato al sentir de sus titiriteros. Pero su incapacidad de auscultar, de examinar, de interpretar el presente, menos aún de apuntar hacia el mañana, les ganó la partida. Empezaron por negar cuantos efectos hubiera podido concitar la reunión masiva. Recayeron, una vez más, en los cálculos de siempre, ¿Cuánto costó el acarreo? ¿Quién lo financió? Y han reditado suposiciones de subordinación abyecta, de tontería colectiva de los militantes que actúan sin criterio propio. La obcecación de su líder, AMLO, volvió a la palestra y la crítica convenenciera incidió, de nueva cuenta, en sus ninguneos acostumbrados. Lo daban por marginal y derrotado, rumiando rencores, sin haber sanado de los propios, enormes errores cometidos a partir de 2006. Ese ritornelo, esa manera cerrada, oblicua, tramposa de análisis, es causal sustantiva del estupor que desató el anuncio de su aspiración presidencial.
El pronunciamiento de López Obrador fue pausado, se acompasó con cientos de miles de voces que acudieron al llamado, con clara conciencia del destino que aguarda para después. AMLO, ahora convertido en prospecto que aspira a la Presidencia en 2012, fue medular en los intentos de la media adversa por desviar la atención de la gente, por oscurecer la realidad, esa que se palpa sin siquiera concitarla. En sus desaforados alegatos de catalogar sus andanzas, dichos y posturas como rampantes mentiras y traiciones cotidianas, ofenden hasta al más sencillo de los que, con su humanidad a cuestas, se plantaron ante la actualidad para reclamar su personal sitio. Y sin duda afectarán, para mal de sus propósitos, la sensibilidad de esos otros muchos seres de bien que desean un mejor futuro para sus hijos. Millones de mexicanos que ya no encuentran cabida en este panorama sombrío, decadente, retrógrado, disolvente de la energía social, en que los han sumido una caterva de ambiciosos sin límites, ayunos de visiones inspiradoras o compasión.
Ahora ahí lo tienen, para que aprendan a respetar a los que se preocupan, de verdad, de los anhelos populares, de esos incontables mexicanos que han sido sacados de las estadísticas del triunfo por no alcanzar el éxito y la buena vida. Y ahí andará de aquí hasta la cita de 2012. No descansará en su peregrinar ni cambiará el núcleo de su discurso, siempre atento a los sentires de la gente. Con otros muchos, López Obrador irá y vendrá por la República con una fe inquebrantable en la bondad de la gente, en su toma de conciencia para buscar lo básico: una vida digna, sencilla, satisfactoria y productiva. Por eso había urgencia de introducir algunas modalidades discursivas no oídas con anterioridad, menos aún pronunciadas por políticos de arcaica cepa. Esa parte del sustrato anímico del pueblo que solicita, pide, con la urgencia debida, hablar y que le hablen del amor al prójimo y otros valores de raigambre familiar, inexplicablemente abandonados por la izquierda.
Es por narrativas como la descrita arriba que hubo saltos y berrinches, inesperados unos, retorcidos otros, pero siempre apuntando, con dolo, a la línea de flotación del perfil de López Obrador: su desprecio institucional, la no sujeción a las reglas escritas o acordadas en el rejuego sucesorio. Desempolvaron la estúpida sentencia que afirma, de manera torpe, que las plazas llenas no ganan elecciones. El susto fue mayor: se les plantó enfrente como sólido opositor. Había urgencia de meterlo al carril de las seguridades conocidas para sus anhelos de continuidad. Para detener su movimiento desataron una tormenta de gritos, a cuan más destemplados. La agenda del poder establecido entró en una esfera de riesgo. Ahora quieren calmar a sus grupos, ya desde antes desbocados. A éstos hay que decirles que no habrá división de la izquierda. Esos que ahora usurpan la dirigencia de tal contingente ideológico no han inspirado ruta alguna para aliviar el penar popular. Las alianzas que procrearon de muy poco, o nada, sirvieron para cimentar un asalto al afán transformador. El PRI o el PAN, la derecha partidista, no serán derrotados por alianzas y con candidatos sacados de alguna chistera partidaria. El triunfo en 2012 vendrá de abajo, de esa rebelión en curso que se va acomodando, donde AMLO tiene lugar privilegiado por la confianza que en sus intenciones, capacidades y entrega le reconocen.
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