Las vidas no importan
A los inmuebles todo
Detenciones arbitrarias
Miguel Ángel Velázquez
P
ara ellos el silencio, el olvido. Al fin de cuentas, a uno nada más tendrán que extirparle un ojo y reconstruirle la mitad de la cara que le deshizo una bala de goma; y al otro, que terminó con el cráneo roto y parte del cerebro al aire, y que si vive nunca más volverá a ser el mismo, lo mantienen vivo por alguna razón que aún no se explica. Pero ninguno importa, son prole.
Lo que indigna es que las fachadas de los hoteles, las tiendas de artículos deportivos, los cafés que se miran tan monos en el centro de la ciudad, y hasta la nueva Alameda VIP hubieran sufrido los daños que la turba ciega les produjo. Eso es lo que vale, los millones de pesos que costará reparar los estropicios que provocó la ira.
Y ahora hay quien se pregunta, ¿qué fue lo que causó esa furia? Y lo peor: se va a investigar, porque nadie sabe de dónde proviene un enojo tan grande que produzca horas y horas de violencia, como si esa furia no resultara de la burla, de la indignación, de la frustración que padecen no nada más los jóvenes del DF, también los de Sonora, los de Guerrero, los del estado de México –según las primeras indagatoria, muchos, si no es que la mayoría de quienes se manifestaron el sábado pasado, viven en la entidad vecina–, y de otros muchos estados del país.
No se trata de justificar la violencia, al fin de cuentas debido a ella es que dos personas quedarán marcadas físicamente por este primero de diciembre, pero tampoco se deben buscar motivos inexistentes para argumentarla. No hay peor ciego que el que no quiere ver, reza la conseja popular, y al parecer nadie se atreve a dar crédito a la realidad.
Nadie puede decir, tampoco, que ignorara que las manifestaciones no serían del todo pacíficas. Desde hace mucho tiempo se anunciaron, no con la violencia vista, pero sería ingenuo pensar que irían con música de violines a señalar su protesta. Tan es así que todos –los comerciantes lo sufrieron– fueron testigos del desusado sistema de seguridad que se montó en todo el Centro Histórico. ¿Sabían o nada más se las olían?
Ahora, mediante detenciones arbitrarias la mayoría, se va a mandar a la cárcel a más de medio centenar de jóvenes que explotaron el sábado, porque se buscan culpables y porque desde cualquier micrófono, con una violencia verbal pocas veces usada –sólo comparable a la que se usó contra Cuauhtémoc Cárdenas por el crimen contra un locutor de televisión, y cuando se acusa de todo a Andrés Manuel López Obrador– se pide que caiga todo el peso de la ley sobre los que vandalizaron en el Centro Histórico.
Ya empezamos a escuchar el discurso por el que también se condena al líder de Morena, porque se dirá que él es el causante de los rencores que produce la violencia, como si los jóvenes, principalmente, no estuvieran conscientes de que su futuro está cancelado si los trazos de la vida que les pinta el régimen no dan un giro.
Es necesario condenar la violencia, no es el camino, pero tampoco se le debe provocar. La gasolina no estalla si no se le acerca un cerillo encendido, y el ambiente en el país no es culpa de los jóvenes ni de quienes buscan cambiar las condiciones de gobierno, así es que no hay mucho que investigar, con abrir los ojos se pueden obtener respuestas o cuando menos replantear la pregunta de ¿quién fue el culpable: el que acercó el cerillo encendido o la gasolina?
De pasadita
El accionar de los jóvenes por el centro del DF se había salido de control y Manuel Mondragón, ya instalado como jefe policiaco federal, empezó a dar órdenes a la policía local, de la que ya no era responsable. El aviso de su proceder llegó casi de inmediato a los oídos del jefe de Gobierno, Marcelo Ebrard, que sintió el golpe. Entonces decidió ir al centro de mando de la policía capitalina y tomar en sus manos las riendas de los operativos que se realizaban. El asunto tiene consecuencias que aún no explotan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario