Gracias a los perros
Pedro Miguel
E
l 2 de enero viví un día de perros porque los míos desaparecieron. Tengan cuidado con los portones eléctricos que se abren a control remoto: uno puede salir, enviar la orden de cierre, conformarse con ver el movimiento convergente y no preocuparse de nada más. Pero si las batientes se encuentran con un obstáculo cualquiera al final de su carrera puede ser que regresen a su posición y que el estacionamiento se quede abierto de par en par.
Esto lo comprendí unos días después, una noche que volvía a casa. Activé el control remoto y cuando el portón parecía a punto de cerrarse del todo lo pensó dos veces y se abrió del todo. Me bajé del coche para averiguar qué pasaba y descubrí que un hierbajo del suelo había crecido lo suficiente como para interponerse en el recorrido de las puertas, de modo que el mecanismo de seguridad del zaguán eléctrico juzgó conveniente interrumpir el movimiento y regresarlo a su posición original. Supongo que así fueron diseñadas las cosas para evitar que unas puertas insensibles partieran en dos a un usuario incauto y, sobre todo, para evitarse la catarata de demandas que semejante posibilidad le acarrearía a la empresa fabricante de los motores y a las compañías instaladoras.
Pero eso, como les decía, lo entendí después. La mañana del 2 de enero, después de permanecer unos días encerrado a piedra y lodo y armado con misiles antitrineo por si el viejo barbón se atrevía a violar mi espacio aéreo, salí de casa para almorzar con unas amistades. Me subí al coche, abrí la puerta con el control remoto, como siempre, saqué el coche, volví a activar el control y vi por el espejo retrovisor cómo las batientes empezaban a cerrarse y, como básicamente le tengo fe a la tecnología, no esperé a que cerraran del todo. Cuando regresé, al filo de las cuatro de la tarde, la casa estaba más abierta que un bostezo y, por supuesto, los perros habían escapado.
Quise pensar lo mejor, es decir, que andaban dando la vuelta a la manzana, volví a subir al coche y durante dos horas me dediqué a peinar el barrio a conciencia. Conforme repasaba calles el parque cercano se volvió mi último reducto mental: solemos pasearlos allí, así que se habrán ido a un picnic, discurrí, y dejé ese sitio para el final. Pero llegué, lo recorrí palmo a palmo y los cabrones no estaban. Regresé a casa desalentado y me resigné a emplear el último recurso: poner sendos pedidos de ayuda en Twitter y Facebook.
Para hacerlo tuve que vencer un doble pudor: por una parte me parecía atroz y frívolo distraer un milímetro de atención en las redes sociales para hacer aspavientos por un par de labradores extraviados, cuando vivimos en un país que no encuentra a veintitantos mil desaparecidos humanos, de los que los 43 muchachos de Aytozinapa no son, por desgracia, los últimos; por la otra, he criticado en muchos tonos a quienes, en el afán de ayudar a animales en desgracia (perros, gatos y toros, sobre todo), denigran de manera sistemática a los homo sapiens y se empeñan en borrar la distinción epistemológica fundamental e indispensable entre éstos y el resto de los organismos.
Confieso que subí el aviso sin muchas esperanzas de su eficacia y luego entreabrí la puerta, con la ilusión incierta de que los dogos regresaran por su propia pata y especulé, con cierto masoquismo, sobre lo que les habría sucedido y sobre su futuro, en este orden de esperanzas: a) andaban de parranda y volverían; b) un alma caritativa los había recogido y estaba a la espera de contactar al propietario; c) alguien habría decidido hacerlos suyos (no están tan feos) y les daría buena vida; d) se unirían a una manda de perros callejeros y vagarían libres y felices; e) los habrían atropellado y habrían pasado por una muerte rápida e indolora; f) los habrían hecho tacos, pero sin hacerlos sufrir más de la cuenta. Mientras esas y otras ideas me pasaban por la cabeza, diseñé un volante tamaño carta con la mejor foto que encontré de ambos truhanes, le pedí a un taxista amigo que viniera por él, lo llevara a un centro de copiado y se pusiera a tapizar los postes del barrio.
Cuando, al cabo de un par de horas, me metí a Twitter y a Facebook, para mi sorpresa y vergüenza, descubrí que muchos de mis otrora criticados se habían volcado en la reproducción y el perfeccionamiento de mi SOS, que decenas de personas se preocupaban por los bichos (algunas me regañaban gravemente por el descuido) y que algunas más me escribían mensajes privados de simpatía, consuelo y ofrecimiento de ayuda. Varias de ellas incluso se ofrecieron a armar brigadas para buscar a los cánidos, propuesta que rechacé con agradecimiento infinito porque tenía la esperanza de que los volantes hicieran su trabajo. No me atreví a cerrar del todo la puerta de la calle y dormí unas horas de sobresalto, tratando de consolarme con la idea de que si los perros no regresaban nunca, al menos no tendría que volver a preocuparme de recoger sus cacas.
A la mañana siguiente los perros no habían aparecido pero entre mis mensajes había uno de Natalia HR que me llamó la atención:
Quizá tus perros se encuentren cerca de algún parque en este momento. El dato me intrigó porque el parque era justamente en donde yo mismo había pensado, la víspera, que podría encontrarlos, y así se lo dije. Después de un rato ella replicó:
Leo las cartas, y puedo volver a ver en qué área pueden estar... me salía que en un parque y quizá hay flores, o algo así, también por una escuela/biblioteca. Ojalá aparezcan pronto.
A Natalia no la conozco en persona ni sabe dónde vivo ni ha visto jamás a los chuchos. A Luz y a Vero, sí; han estado en la casa y conocen a mis mascotas. Me escribieron:
Vamos para allá. ¿Pegaron carteles en tu colonia? Para irnos a otra.
Unas horas más tarde sonó el celular. Era Luz. Me dijo escuetamente:
Tenemos a tus perros en el coche. Ya te los llevamos.
Y lo hicieron, y yo no lo podía creer. Los tres humanos estábamos exultantes y los cánidos no podían ocultar el agotamiento ni el arrepentimiento.
Fue así: agarraron camino hacia mi barrio, patrullaron por un par de calles y en una de ellas se toparon de frente con tres chavitos que traían a los perros, amarrados con unas correas improvisadas. Se detuvieron, los abordaron, les preguntaron si los perros eran de ellos, uno de los interpelados dijo que sí, el otro respondió que no, ellas les ofrecieron una pequeña recompensa por los canes y los muchachos dijeron que los habían encontrado merodeando en el riachuelo del parque. Y sí: estaban mojados. Labradores, perros de aguas, tenían que ser.
En ese mismo parque los había buscado inútilmente la víspera. Y en ese parque hay flores y hay un pequeño centro cultural con biblioteca.
Los perros venían con claros indicios de estrés postraumático e indigestión y a duras penas se mantenían en pie, señal de que realizaron un viaje al corazón de sabrá Dios que tinieblas. La noche del retorno –3 de enero– les tocó apapacho y durmieron en mi cuarto. Dos días después estaban plenamente recuperados, pero desde entonces se han vuelto un tanto circunspectos y formales. Yo también escarmenté y me hice el propósito de no volver a burlarme nunca de animaleros y animalistas y de empezar a colaborar con ellos con alimentos y medicinas y esas cosas.
A los perros no pude regañarlos mucho porque por primera vez en su vida sentí que les debía algo: con su aventura me enseñaron que las personas pueden ser mucho más solidarias y generosas de lo que yo pensaba y me ratificaron en la idea de que esta especie –mi especie– es una chingonería, y les dije
gracias, pero creo que no me entendieron.
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