Luis Linares Zapata
A
pesar de los miedos inyectados a la sociedad griega desde altas y rimbombantes oficinas, gubernamentales y multilaterales europeas, los ciudadanos de ese pequeño país acudieron a las urnas a decidir su destino. Y lo hicieron en suficiente cantidad como para inclinar la balanza de manera definitiva hacia la opción de la izquierda que representa la coalición Syriza. Ese partido, ganador de las elecciones, formará gobierno con holgura suficiente como para marcar su autonomía del resto de las fuerzas políticas. Será, tal y como ha sostenido en campaña, el primero que rechaza, de manera abierta y tajante, los inapelables dictados de una imponente superestructura de firme inclinación financierista. El programa propuesto por Syriza trata, resumiendo sus palabras, de salvar al capitalismo de sí mismo.
A partir de la década de los setenta, todos los gobiernos de la Comunidad Europea –predominante de corte social-cristiano-demócratas– se han adherido, con subordinada voluntad, al conjunto de las creencias y los dogmas de corte neoliberal. Y, desde esas cimas de poder, han diseñado una ruta que, en línea con lo que sucede en varias regiones del mundo, propicia y asegura una agresiva concentración de la riqueza y el ingreso. Hasta ahora no hubo cabida para la más pequeña disidencia respecto de las políticas públicas impuestas al conjunto de países. Bruselas, el centro neurálgico de la comunidad, ha sido por demás explícito en las amenazas a los rebeldes: deberán cumplir con los compromisos firmados por los gobiernos griegos anteriores. Detrás de tan tronantes llamados a ese tipo de cordura y responsabilidad actúan fuerzas que es necesario denunciar. En primer lugar están los grandes bancos alemanes, franceses e ingleses, cuyo afán de lucro propició el desboque de autoridades manirrotas y empresarios especuladores: gasto público deficitario con deuda sin control (Grecia, Portugal, Italia) y sendas burbujas inmobiliarias (España e Irlanda).
Los planes de rescate a los infractores, diseñados por la llamada troika (Banco Central Europeo, FMI y Comisión Europea) fueron, en realidad, un urgente rescate de esos grandes bancos mencionados. Habían quedado expuestos por los masivos créditos otorgados a varios países del área en crisis. La presión se ejerció sobre las poblaciones para que tales entidades quedaran inmunes a la debacle fue inmensa. El Banco Europeo, en realidad un agente de los intereses alemanes, ha sido el núcleo activo de las acciones llevadas a cabo sin ningún recato ni consideración humana que valga. A la sociedad griega le aplicaron, con ánimo draconiano, un plan de austeridad que, en esencia, pretendía reducir su deuda. Así, del impagable monto alcanzado por la deuda (107 por ciento del PIB en 2007) se ha pasado, después de empobrecer a las mayorías, a otra proporción todavía mayor en 2014 de 178 por ciento. Lo cierto es que la pobreza en Grecia aumentó hasta abarcar a más de la mitad de los ciudadanos y su sistema de salud dejó de cubrir a un tercio de la población. En estos años de salvamiento, Grecia perdió 25 por ciento de su riqueza (PIB) El salario, que ha caído más de 50 por ciento, sólo es, por ahora, garantía de angustias y pobreza. El desempleo es el mayor de toda la comunidad y afecta, principalmente, a la juventud en cerca de 60 por ciento. Estos y otros indicadores explican, en buena parte, la estrategia de castigo extremo impuesto sin remordimientos a los griegos.
La sufrida travesía de la sociedad no ha sido fácil. Las anteriores elecciones se perdieron para la izquierda cuando buena parte de los votantes se alineó con los dictados de la troika. Pero, esta vez, pudo superar las adversidades y afirmar su determinación de optar por una ruta distinta a la establecida de antemano por sus socios y vecinos. No se trata de abandonar el euro ni salirse de la comunidad. Por el contrario, Syriza y su líder, Alexis Tsipras, desean seguir dentro de la zona euro y de la comunidad. Pero pretenden hacerlo con dignidad y para su propio bien y no para el de sus abusivos acreedores. Los griegos deberán penar para conseguir su cometido. La cerrazón que encontrarán en las negociaciones venideras será férrea. El desenlace es, por ahora, incierto. No se aprecia salida que no implique, todavía, costos para la sociedad en su conjunto, pero, sin duda, la manera de enfrentar lo venidero no caerá en la subordinación, como la que mostraron sus anteriores dirigentes.
Lo que ahora asombra por los sucesos que ocurren en el viejo continente ya sucedió, con las diferencias y proporciones guardadas, en Sudamérica. Tanto Bolivia como Venezuela, Ecuador o Argentina se embarcaron en rutas de propio diseño. Rechazaron, de manera tajante, las recomendaciones e imposiciones del FMI y los abusos de sus entreguistas gobiernos. En la resaca de las recurrentes crisis fueron pasando: auditorías y recortes a las deudas soberanas hasta caer en el impago; incrementos salariales de urgencia, expropiaciones de bienes y servicios estratégicos; realineamiento de medios de comunicación y, en especial, el trabajo por y para el pueblo y no para los grupos de presión. Los costos del enfrentamiento subsecuente están a la vista. Las campañas de desprestigio contra las actuales administraciones de esos países no cesan. Pero los logros alcanzados en sus economías y en la legitimidad política les garantizan el apoyo de sus electores. En México, la propaganda ha evitado, en buena parte, el contagio de tal rebeldía, a pesar de las horrendas condiciones predominantes. Lo que sucede en Sudamérica todavía se enfoca con las sospechas sembradas por la derecha plutocrática dominante. Pero el ejemplo de Grecia puede colarse de variadas maneras y azuzar la necesidad de cambio, sobre todo ahora que la legitimidad gubernamental ha caído a nivel mínimo y buena parte de la sociedad busca opciones y nuevos horizontes.
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