Adolfo Sánchez Rebolledo
L
as noticias provenientes de Innsbruck confirman la densidad cruel de la tragedia de Iguala: ni vivos ni muertos; desaparecidos. La nueva espera decretada por el forense austriaco acrecienta el dolor de las familias que aún buscan a los suyos bajo cualquier indicio por inverosímil que parezca. La falta de pruebas científicas siembra dudas, multiplica la ira y no deja en paz a las víctimas, que no piensan desistir hasta obtener una respuesta que las convenza. La tragedia y sus secuelas, como las terribles revelaciones sobre la incineración de los jóvenes asesinados, son un duro hachazo a la moral colectiva, un recordatorio de la degradación de la convivencia en un país que se dice democrático y de leyes. Iguala, con su trama de impunidades, corrupción y odios apenas encubiertos, es un estigma sobre la conciencia nacional que no se acallará por sí mismo sin un esfuerzo decidido, deliberado y comprometido de construir un nuevo entendimiento nacional.
Guerrero es pieza clave que merece ser vista y tratada de otra forma por los mexicanos de hoy. La ciudadanía de ese estado se siente –porque lo está– indefensa ante la rutinaria materialización del mal, siempre concreto, con nombres y apellidos, que hace de sus vidas un viaje a los infiernos. Guerrero es mucho más que el estado bronco de los caprichos caciquiles y las sagas violentas. En su devenir resume la increíble dialéctica de miseria, atraso y violencia que permitió la creación de una casta gobernante,
revolucionariaen sus orígenes, la cual, lejos de democratizarse mediante el desarrollo social, prefirió el despojo y la represión como una forma de ser en el paraíso de la desigualdad. Ni siquiera la masiva inyección de recursos públicos alteró esa ecuación injusta. No se aspira al progreso sino a la contención. El motor es el miedo, no la equidad. El despliegue de Acapulco como polo turístico dio a los gobernantes en turno una nueva inserción en las instituciones del Estado, pero con toda su importancia apenas si transformó a la sociedad guerrerense. Este aparente arcaísmo de las relaciones sociales no cambió con el arribo al gobierno de las corrientes de oposición atrapadas en la misma noción de la modernización excluyente. Cierto es que muchos de los cuadros y activistas tienen la experiencia de los movimientos populares que llevaron a crear formas de autodefensa, guerrillas que fueron barridas sin piedad durante la llamada guerra sucia, pero no consiguieron crear una opción, una verdadera alternativa. Pero si todo eso no hubiera sido suficiente como arma contra la cohesión social, la invasión masiva del negocio de las drogas en la cotidianeidad de los pueblos olvidados vino a ser la última frontera de la relación comunitaria, especialmente en las zonas indígenas abandonadas por el poder local, estatal y federal, pero también en las ciudades
modernizadasde la mano del crimen organizado. La consecuencia de este proceso de disolución fue, como ha escrito Carlos Illades, la formación de autodefensas ciudadanas en la Montaña pero también en otras zonas mestizas… “La Unión de Pueblos y Organizaciones Sociales del Estado de Guerrero (Upoeg) –escribe– se conformó como gestora de proyectos sociales y, cuando se desbordó la violencia en la entidad, enfocó su acción hacia la seguridad: amagó contomar Chilpancingo para desalojar a la banda criminal de Los Rojos; se incorporó a la búsqueda de los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala, la Montaña, en Guerrero”. No son, pues, los atavismos guerrilleros pasados o recientes los que llevan al momento actual, sino la acumulación de actos de poder contrarios a la dignidad humana que conducen, finalmente, a la connivencia tolerada del narco con los gobiernos locales, triste corolario de esa historia que en Iguala dejó ver apenas su rostro más pernicioso y sangriento. Es en este contexto difícil que surgen propuestas como la de impedir a toda costa la celebración de las elecciones de junio. Si en principio la consigna parecía otro recurso de protesta, condicionada por la presentación de los desaparecidos (o la conformidad con los resultados de la investigación oficial), la evolución de los hechos ha probado que no es así (aunque a nadie se ha engañado). Hace unos días, el dirigente de la Ceteg ratificó la ruptura del movimiento con todos los partidos, arguyendo que éstos, sin distinciones, abrían las puertas al crimen organizado, como ocurrió en Iguala. Está en su derecho, no faltaba más, y no son los únicos ciudadanos que se lamentan de la deriva actual de los partidos. Por eso, mas que sabotear la jornada electoral con argumentos politicos, lo riesgoso es que se pretende impedir el funcionamiento del INE, cuyos trabajos previos son absolutamente indispensables para garantizar el ejercicio del voto. No estamos ante un llamado radical a la abstención o al voto nulo, sino a impedir físicamente las elecciones, con lo cual se violentan los derechos de otros que no coinciden con ese planteamiento.
Se trata de seguir un camino distinto partiendo de la idea de que ya están agotadas todas las salidas dentro del sistema representativo formal, establecido por la Constitución, que no contempla la suspensión de las elecciones, aunque en efecto existen figuras como los consejos marcados en el artículo 115 para casos muy específicos de disolución de la autoridad local, que es otra cosa. Aun asi, en Guerrero se pretende elegir concejos populares en cada municipio, si bien la hipótesis tiene alcance nacional pues al final las Asambleas Populares estatales concurriririan en un Nuevo Constituyente, del que saldría otro Estado, y un modo de elegir a las autoridades contrario a la actual democracia representativa. Ese es el fondo de la disputa. En consecuencia, me parece vital reconocer que en Guerrero el INE (que no puede decir si hay o no elecciones) no se enfrenta a un tema electoral per se, sino a un problema político que tiene que ser afrontado con medios políticos, antes de que la violencia acabe de ocupar todo el escenario. Estamos, pues, ante un desafío de gran envergadura que implica al Estado y no de un problema menor, local, que no puede asimilarse como parte de la solidaridad desplegada sin condiciones ante el crimen que nos trajo a esta crisis.
La columna vertebral de este movimiento son los maestros de la coordinadora, los estudiantes de Ayotzinapa y sus organizaciones, además de los numerosos grupos sociales lanzados a la protesta en todo el país, pero es obvio que también participan otros grupos no identificados y entre ellos actúan grupos de poder regionales enfrentados a muerte y, por qué no, también el crimen organizado, un factor indeseable que goza de influencia e impunidad notoria. Cierto es que no habrá normalidad mientras las fuerzas políticas –partidos, personalidades públicas y organizaciones civiles– no presionen para hallar una justa solución política, arrinconando a la violencia que asoma por todas partes, pero es inadmisible la restauración de las prácticas que nos han hundido en el pantano. La ceguera ante los agravios acumulados está en el origen de esta crisis que, por lo visto, las fuerzas del poder siguen subestimando.
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