Octavio Rodríguez Araujo
L
a ley obliga a los servidores públicos con cargos de titularidad a separarse de sus obligaciones para ser candidatos a diputados y otros puestos de elección, por lo que no pueden ser delegados en el Distrito Federal, ni presidentes municipales y, a la vez, registrarse como precandidatos y luego candidatos. No son chapulines, como peyorativamente les han llamado, simplemente son políticos que quieren seguir una carrera política, igual dentro de un partido que como independientes. Es, pues, un derecho ciudadano y una aspiración legítima.
Que para ser diputado abandonen su cargo como jefes delegacionales (por ejemplo), y que esto le reste continuidad a los trabajos iniciados, no es culpa de quienes aspiran a ser legisladores, sino de la ley que, apropiadamente, les impide hacer campañas políticas desde el cargo que ocupan. El problema, según lo veo, es que no existe un servicio civil de carrera que permita que la administración siga su debido curso en ausencia de su titular o cuando éste es suplido por otro (nadie debiera ser imprescindible). La que está mal es la administración pública, no la ley que impide a un titular de un cargo ejecutivo público cumplir la doble función de funcionario y candidato. Debe reformarse la administración pública.
La dieta neta mensual de un diputado federal es de 73 mil 910 pesos, lo que quiere decir que en tres años sumará 2 millones 660 mil 789 pesos de ingreso neto. Suelen tener otros apoyos económicos, por asistencia legislativa y atención ciudadana, que prácticamente les doblan el ingreso. Son cantidades nada despreciables pues, además, hay ingresos extra por comisiones más gastos de representación y algún favorcillo que realicen a representantes de los poderes fácticos. No están mal pagados pero tampoco se harán millonarios en una sola legislatura (no sin corrupción).
Esta zanahoria resulta, sin embargo, suficientemente atractiva para renunciar al cargo que ocuparan antes, si acaso, y para arriesgar incluso dinero de su propio bolsillo o de sus patrocinadores en una precampaña y luego campaña. Si ganan, qué bueno, si pierden puede ser que hasta queden endeudados. Así es el juego y nadie tiene asegurado su triunfo salvo los candidatos por representación proporcional que ocupen los primerísimos lugares de las listas de los partidos sin riesgo de perder su registro en una elección.
Algunos analistas se rasgan las vestiduras con este fenómeno, pero no dijeron nada cuando Cuauhtémoc Cárdenas pidió licencia al Gobierno del Distrito Federal para competir por la Presidencia de la República en 2000. Tampoco cuando López Obrador hizo lo mismo para la competencia de 2006. No es así en todos los países, pero sí en México y, en mi opinión, nuestro esquema es mejor que el de, por ejemplo, Estados Unidos tratándose de relecciones. Y, además, acá las elecciones son directas y allá indirectas. Que aquí hay trampas y fraudes, allá también y no sólo en películas o series de televisión, como Scandal, sino en la vida real, como ocurrió con Bush Jr. en sus dos elecciones.
Sí México no es el mejor ejemplo mundial de democracia, Estados Unidos tampoco, aunque muchos lo crean. Sin embargo, no creo que tengamos mejor democracia cruzándonos de brazos o viendo sobre el hombro cómo se reparten el poder los partidos y sus candidatos. No sólo debemos exigirles que cumplan sus promesas de campaña sino que debemos demandar que sea legal la posibilidad de revocarles el mandato si no cumplen en plazos razonables lo ofrecido o si en el Congreso votan en contra de los principios y los programas de sus partidos. Dicho de otra forma, somos nosotros, los ciudadanos comunes, los que estamos obligados a presionar, a exigir, a demandar que nos cumplan los políticos.
Aunque hay muchas manifestaciones de inconformidad, éstas no son efectivas porque no están articuladas ni tienen dirección política. El hecho de que haya muchas quiere decir, sin explicaciones rebuscadas, que no son efectivas: mientras unos van otros vienen, en lugar de ir todos juntos por una serie de demandas específicas y que abonen no sólo a la democracia (con la que no se come) sino a las mejoras necesarias para una vida digna de los mexicanos.
Con lo anterior quiero insinuar dos cosas: una, no exijamos a los políticos lo que no estamos dispuestos a hacer nosotros como sociedad, y en segundo lugar, no llamemos a la abstención o al voto nulo, pues los que tienen más poder serán los que ganarán si no participamos, de preferencia en su contra, es decir, en contra de quienes no nos han cumplido sus promesas. El voto de castigo también existe, aunque no sea llamado así en nuestras leyes. Tenemos derechos: ejerzámoslos, y hagamos conciencia de que los candidatos no son chapulines, sino políticos, y que no todos queremos ser políticos ni todos podemos ocupar el lugar de éstos.
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