Octavio Rodríguez Araujo
L
a derecha mexicana va por todo y, además, de forma muy agresiva. Los resultados de los comicios pasados son sólo un indicio de lo que viene. El síndrome Zedillo parece estar repitiéndose con Peña Nieto: apoyar el neoliberalismo sin importar cuál de sus partidos afines gobierne. Zedillo no apoyó al candidato del PRI (del que guardó
una sana distancia) y le quitó la palabra a Francisco Labastida, en cadena nacional de televisión, para declarar el triunfo de Fox. Deslegitimó en los hechos a su partido y avaló el triunfo del PAN, pero lo que en realidad importa es que garantizó la continuidad de las políticas neoliberales en la lógica de la alternancia partidaria en el poder, alternancia que para muchos es, sin serlo, sinónimo de democracia. La idea tras dicha estrategia era que la continuidad de las políticas neoliberales se diera desde la
oposicióny no gracias al desgastado PRI de esos momentos. Su estrategia funcionó, por lo menos hasta que los ciudadanos se percataron de la incompetencia del ranchero de Guanajuato.
La actual derecha priísta tuvo un mediocre papel en las elecciones locales del pasado 5 de junio, pero la derecha panista, en cambio, pasó del tercer lugar que había tenido en 2012 al segundo sitio en el cuadro partidario. El PRD, que no supo aprovechar el desprestigio del emblemático panista Felipe Calderón en la Presidencia, optó una vez más por darle sus votos al PAN en varios estados y no sólo donde los candidatos del blanquiazul ganaron la gubernatura. Los perredistas estuvieron muy lejos de fortalecerse y ahora estarán preguntándose si terminarán por apoyar, digamos, a Margarita Zavala para sustituir a Peña Nieto en 2018, porque bien saben que en solitario ganarán muy poco dentro de dos años después de sus falsos triunfos de hace 11 días. Que el PRD haya sido desbancado como tercera fuerza, como bien señaló Claudia Herrera el martes ( La Jornada), no es para echar al vuelo las campanas de Morena, el partido que duplicó su votación en comparación con las elecciones de diputados de 2015 en las mismas 12 entidades que compitieron este año para cambiar de gobernador. Una cosa es superar su votación de un año al siguiente y otra la que podría obtener en dos años ante un padrón ciudadano de más de 84 millones de posibles electores, o de 50 millones si la abstención fuera de 40 por ciento.
Es claro que la situación puede cambiar drásticamente para 2018 y que Morena podría seguir aumentado los sufragios en su favor, pero la apuesta al futuro no se puede basar en el porcentaje de la abstención. Ésta suele fluctuar entre 35 y 45 por ciento en presidenciales, por lo que en 2018, siguiendo los rangos de 2006 y 2012, podría ser –digamos– de 40 por ciento, es decir, que sólo participen 50 millones. Si este dato se acerca a la realidad, el partido ganador necesitará rebasar por lo menos los 20 millones de votos (más de los obtenidos por Peña en 2012, con un total de 50 millones de votantes efectivos). ¿Será capaz Morena de este reto si ante 37 millones de electores (2016), con más de 50 por ciento de abstención, alcanzó 2.5 millones de votos (alrededor de 14 por ciento)? ¿Solo y sin aliados? No será fácil.
La iniciativa de Peña sobre el matrimonio igualitario antes de las elecciones no parece ser casual ni inocente. Era obvio que la Iglesia católica (no únicamente) se rebelaría a tal propuesta que, dicho sea de paso, se puede quedar sin aprobación legislativa, para las calendas griegas. Sirvió, aunque no haya sido su propósito, para alebrestar a las iglesias y feligreses conservadores y, de rebote (¿será?), para favorecer al PAN, tradicionalmente contrario al aborto, al matrimonio igualitario y a la adopción de niños por parejas del mismo sexo. ¿Fue, entonces, para que ganara el PAN a costa del PRI? No necesariamente, sino para que ganara la derecha. Otra vez el síndrome Zedillo, no sólo para favorecer el neoliberalismo (independientemente del partido), sino las emociones más conservadoras de la población, emociones que las derechas y las ultraderechas han aprendido a manejar muy bien desde Mussolini hasta la fecha (con Trump, por ejemplo).
Estas derechas, que en estos momentos se sienten triunfalistas, son las que tiene y tendrá Morena como adversarias en los próximos dos años. Sólo con los partidos que en 2012 formaron la Coalición Movimiento Progresista (PRD, PT y MC) el partido de López Obrador podría, eventualmente, ganar. ¿Estos partidos de la coalición mencionada estarían dispuestos a sumarse a Morena? Poco probable, salvo que entiendan que de no hacerlo las derechas y lo que representan en el ámbito del capital seguirán adueñadas de México.
El bombardeo a López Obrador no ha empezado con las especulaciones en su contra del titular de Educación Pública ni, desde luego, con los panistas que otra vez lo califican de ser un peligro para México. Dicho bombardeo no ha cesado y va a aumentar. Si las izquierdas, por tibias o radicales que sean, no se unen desde ahora, corren el riesgo de pasar al museo de antigüedades como testimonios de lo que pudo ser y no fue.
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