martes, 16 de marzo de 2010

Notas sobre Ciudad Juárez



Pedro Miguel

Con qué cara: el calderonato promete que esclarecerá el homicidio de tres trabajadores del consulado estadunidense en Ciudad Juárez y que llevará a los culpables ante los tribunales. Pero todo mundo sabe que lo más que puede hacer este desgobierno es no estorbar demasiado a la nube de agentes extranjeros que están en camino (si no es que actúan ya), rendir la soberanía nacional, permitir que las autoridades del país vecino decidan quiénes son los responsables y coadyuvar en su captura. Ese es el verdadero sentido del pésame de Los Pinos a la Casa Blanca y de la decisión de atraer el caso al ámbito federal.
Para los mexicanos esas respuestas son profundamente ofensivas, no porque no valoremos la vida humana o porque no lamentemos la muerte de una joven pareja y la orfandad de una pequeña que presenció la muerte de sus padres, sino porque rara vez los muertos nacionales de esta guerra estúpida merecen una palabra de aliento de los desgobernantes en turno. Lo normal es que Calderón y sus colaboradores echen sobre los cadáveres una paletada de sospechas –de seguro andaban metidos en algo– y se olviden de procurar justicia. ¿Qué dijo Calderón cuando asesinaron a Josefina Reyes? –Nada. ¿Y los 6 jóvenes juarenses masacrados en enero? –De seguro eran pandilleros. Y los inocentes que murieron en Cuernavaca en el fuego cruzado entre marinos y pistoleros de Beltrán Leyva? –No existieron nunca. ¿Y los ametrallados en Torreón? ¿Y el medio centenar de caídos en Guerrero durante el puente de este pasado fin de semana? ¿Y los ocho juarenses asesinados cuando asistían al velorio de otro ajusticiado? ¿Por qué el Ejecutivo federal no ejerce ante esos casos su facultad de atracción? ¿Por qué se muestra arrogante, insensible y despectivo cuando los muertos son mexicanos anónimos?
En el curso de este año, muchos juarenses han llegado a una conclusión: el calderonato quiere esas muertes. No puede explicarse de otro modo, argumentan, el altísimo umbral de tolerancia gubernamental a la contradicción entre sus propósitos formales y sus resultados reales. Las muertes violentas en la localidad fronteriza se multiplican por diez a raíz del despliegue del Ejército en ella, pero Calderón no puede, o no quiere, ver una relación entre esos dos hechos. Las denuncias por violaciones a los derechos humanos pasan de las decenas a los millares en el curso de unos meses, pero el hombre que ocupa Los Pinos necea: A mí, que me lo comprueben: tráiganme a mi oficina a la mujer que dicen que desaparecieron los militares para demostrar que sus acusaciones son ciertas. No hay nada que hacer ante ese blindaje de grado 7 ante la vergüenza, ante la legalidad, ante el sentido común. No parece quedar más remedio que el desahogo estéril ante las cámaras: ¡Felipe Calderón: por tu culpa me quedé viuda!, gritó una mujer al lado del cadáver de su marido, otro inocente herido y rematado por un escuadrón de la muerte el pasado viernes 12.
Se expande entre la gente el sentir (o incluso: la convicción) de que las bajas no son colaterales sino resultado de un designio para diezmarla; para diezmar a la población común y corriente, la que no tiene palancas ni fortuna ni pasaporte gringo ni bono por un pésame presidencial ni tiempo aire en Televisa y mucho menos, por supuesto, derecho a la justicia. En este sentido, lo único peor que el no esclarecimiento de los homicidios de los empleados consulares sería una procuración de justicia por privilegio, una investigación por presión diplomática, por excepción racista, sumisa y antinacional.
En lo inmediato, Calderón causó ya un daño mayúsculo a las Fuerzas Armadas: al emplearlas en su guerra contra la delincuencia, disolvió en ácido, en la más pura tradición pozolera, el prestigio, la credibilidad y el ascendiente que los institutos castrenses tenían entre la ciudadanía de los lugares en los que han sido destacados. Los juarenses perciben al Ejército no como una protección, sino como una amenaza directa a su integridad física y a su vida, y exigen su salida de la ciudad. Tienen toda la razón: las fuerzas armadas no fueron diseñadas para procurar justicia ni para investigar a los delincuentes, sino para preservar la soberanía nacional y la integridad territorial, para auxiliar a la población en casos de desastres y, en última instancia, para aniquilar al enemigo que las amenace. Aun suponiendo la mejor voluntad de los mandos castrenses, el desempeño de los soldados como policías tiene que ser, en el mejor de los casos, infructuoso, y en el peor, contraproducente. La consigna que se generaliza en la localidad fronteriza merece, pues, el respaldo del resto del país: saquen ya a los militares de Ciudad Juárez.


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