Pedro Miguel
¿A qué viene a México la cúpula de la diplomacia, la defensa, la seguridad y el espionaje de la gran potencia? ¿A regañar a Calderón por el caos violento en que se encuentra el país? ¿A cobrarle los tres homicidios del 15 de marzo en Ciudad Juárez mediante pagarés a cuenta de la soberanía? ¿A explicarle que la presidencia de Bush ya terminó, que los términos originales de la Iniciativa Mérida deben modificarse y que el actual gobierno de Estados Unidos no tiene una idea clara de las modificaciones correspondientes? ¿A pedirle que deje de tomarse tan en serio la guerra contra las drogas, si es que no quiere causar un perjuicio de verdad grave a la economía del país vecino? ¿O bien a suplicarle que intensifique esa guerra, porque las alicaídas lavadoras de Wall Street requieren de inyecciones adicionales de recursos? ¿A demandarle que siga descoyuntando al país en aras de la tranquilidad al norte del Río Bravo? ¿A exhortarlo a que ya no desestabilice a México, porque Washington no quiere enfrentarse a un éxodo de decenas de millones que huyen de una nación en guerra?
Muchas personas dan por sentado que la megavisita de este grandioso equipo de Intocables equivale a una suerte de toma de posesión, a la proclamación de un protectorado y, ante el entreguismo superlativo del actual gobierno mexicano, a la conversión informal de México no en una estrella más de la bandera estadunidense, sino en un nuevo condado de Texas. Supongamos. ¿Y qué harían después? ¿Intensificar aquí la cruzada contra el crimen o abandonarla del todo?
Parece ser (mientras más lo niegan las autoridades nacionales, menos se les cree) que los sherifes del otro lado actúan ya con impunidad al sur del río Bravo, acaso porque en algún lado tienen que mostrarse eficaces, y mal harían de intentarlo en su propio país, donde el negocio del narco funciona como un motor recién aceitado, sin persecuciones a balazos, sin combates con decenas de muertos, sin decomisos ni capturas relevantes y, claro, sin bochornosos ejemplos de corrupción de autoridades: desde los agentes de aduanas hasta los mandos militares de Estados Unidos, pasando por los jefes policiales, los gobernadores y los jueces, los funcionarios públicos de esa nación se mantienen a salvo de ser comprados por la delincuencia de las drogas mediante una decisión simple y genial: no combatirla.
A estas alturas, las metáforas de uno y otro gobiernos han terminado por situar a ambos países en un estado de completa confusión. Como botón de muestra, valga citar al embajador de México en Washington, Arturo Sarukhán, quien dijo ayer que la presencia del dream team de Obama tiene como propósito “seguir revisando la cooperación entre ambos países y analizar los avances de la Iniciativa Mérida”. Todo está muy bien, salvo que, según indica un cotejo entre propósitos y resultados, esa iniciativa no registra avances, sino retrocesos. Vean, si no, el “empoderamiento” de los cárteles, que ahora tienen la capacidad logística y operativa de paralizar, durante dos días consecutivos, una metrópoli como Monterrey; que en ocasiones pasan de ser perseguidos a perseguidores de las patrullas militares y que en Ciudad Juárez, a pesar de los miles de millones de pesos y los galones de saliva (hay que irse acostumbrando a las unidades métricas del intervencionismo) invertidos por el gobierno federal en un meritorio esfuerzo de erradicación, siguen paseándose a sus anchas.
Qué estremecedor: ¿se miente al hablar de triunfos oficiales o se mintió al enunciar propósitos? ¿Acaso los objetivos reales de todo este disparate eran acabar con el estado de derecho, el control territorial y cualquier vestigio de seguridad pública? Porque tales son, hasta donde los boletines oficiales permiten averiguarlo, los resultados de la aplicación de la Iniciativa Mérida.
A ver si ahora los gobernantes mexicanos y sus poderosos huéspedes se dan un ratito para aclararnos las dudas.
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