martes, 8 de febrero de 2011

De las alianzas al movimiento



John M. Ackerman

Más allá de sus evidentes diferencias políticas, Diego Fernández de Cevallos, Óscar Levín Coppel y Andrés Manuel López Obrador tienen razón al pretender defender los principios” y los “valores” éticos de la política, y de entrada rechazar las alianzas electorales por conveniencia. Pero lo que no reconocen es que la pobredumbre moral de la clase política no es algo nuevo y mucho menos depende de la existencia o no de una coalición electoral. Las alianzas, y el transfuguismo oportunista, son apenas expresión de una realidad que entre los políticos ha venido in crescendo desde hace más de una década: la búsqueda del poder sobre la democracia, y del dinero antes que la justicia.

“Engendros” como Ángel Aguirre en Guerrero (un priísta postulado por el PRD y apoyado por el PAN para oponerse al gobierno del PRD), Leonel Cota en Los Cabos (un ex presidente del PRD postulado por el Panal y apoyado por el PRI), Rafael Moreno Valle en Puebla (un elbista apoyado por el PRD y el PAN para derrotar al PRI) o Juan Sabines en Chiapas (quien ganó con el respaldo de López Obrador, pero hoy se acerca al PAN y PRI) confunden a la ciudadanía. Asimismo, cuando el PT apoya al candidato del tricolor en Durango y Convergencia respalda la contrarreforma electoral de Enrique Peña Nieto en el estado de México, queda claro que ni estos partidos supuestamente antisistémicos son capaces de salvarse de la corrupción política.

Paradójicamente, el vacío ideológico que hoy ofrecen los partidos tiene la ventaja de generar un ambiente de repudio generalizado hacia toda la clase política sin distingos. El desdibujamiento de las fronteras entre izquierda y derecha, entre lo nuevo y lo viejo, y entre lo programático y lo corporativo deja a los ciudadanos sin brújula política. Lo positivo es que este vacío genera las condiciones que podrían permitir la articulación de una nueva iniciativa auténticamente social a favor de la transformación del país. En lugar de esperar pacientemente que las soluciones vengan de los políticos, ahora los ciudadanos voltearán la mirada hacia ellos mismos como los únicos responsables de su destino.

Con todo, en lugar de rechazar las alianzas habría que abrazarlas. Ellas tienen un fin muy específico, totalmente válido: asegurar condiciones de competencia y equidad reales para las elecciones presidenciales de 2012. Habría que poner un alto a la marcha triunfal de Peña Nieto hacia Los Pinos y conjurar el peor de todos los escenarios: el retorno del autoritarismo del Estado y sus múltiples mañas al comando central del Estado mexicano.

El lado oscuro de estas coaliciones no es atribuible a ellas, sino a otros factores más estructurales. La salida del hoyo en que nos encontramos no se encuentra en un “purismo” falso que recurre a la fantasía de los valores y principios que supuestamente enarbolan los partidos realmente existentes, sino en una radical transformación de la clase política en sí y en un despertar generalizado de la sociedad civil.

El ejemplo de Egipto es contundente. En contextos de países social y económicamente complejos, la represión sólo es posible cuando está respaldada por un mínimo de legitimidad política. Las considerables fuerzas armadas egipcias, que reciben millones de dólares cada año en apoyo militar de Estados Unidos, simplemente se han negado a disparar contra sus hermanos que protestan en las calles. La fuerza bruta del Estado no es ciega, sino que su ejercicio depende del contexto político y la correlación de fuerzas en la sociedad. Las escenas de los manifestantes subidos en las tanquetas con los brazos levantados, o simplemente conversando con los soldados, constituyen un gran testimonio histórico de la inutilidad de la fuerza bruta.

En México, igual que en Egipto, sería muy difícil imaginar a las fuerzas armadas disparando en contra de su propia población en el contexto de una masiva movilización social. Como parte de la “guerra” contra las drogas, tanto militares como policía federal no han dudado en disparar contra civiles y atropellar los derechos humanos. Asimismo, existe el antecedente de 1994, cuando las fuerzas castrenses respondieron de manera despiadada con bombas y balas al levantamiento indígena del EZLN en Chiapas.

Pero hoy el movimiento social no sería armado, sino que tendría que ser totalmente pacífico. Nadie en su sano juicio se atrevería a abrir la puerta para que los narcotraficantes pudieran utilizar su poder de fuego para aprovecharse de una situación de caos generalizado. Y ante una movilización cívica, pacífica y urbana, las tanquetas del Ejército Mexicano no tendrían otra alternativa que la paralización como sus homólogos egipcios para terminar funcionando como barricadas y escudos de los mismos manifestantes. Tampoco sería posible que los procuradores de justicia del país detuvieran y enjuiciaran a los participantes por ejercer su derecho constitucional a la libertad de expresión, de asociación y de manifestación.

Ha llegado la hora de perder el miedo al aparato represivo del Estado para salir a las calles y protestar a todo pulmón en contra del fracaso de los políticos para resolver nuestras necesidades más fundamentales. Como en Egipto, los jóvenes en particular tendrían la responsabilidad de encabezar esta lucha. Ellos simultáneamente son las víctimas más directas de la situación actual y cuentan con la energía necesaria para construir un mundo mejor. Si no actuamos ahora, seremos los únicos culpables de que todo siga igual.

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