martes, 15 de febrero de 2011

De nosotros depende



Pedro Miguel

Altos funcionarios del gobierno de Obama hablan sin tapujos de tropas de su país en territorio del nuestro como una posibilidad real y hasta cercana; los bancos extranjeros siguen extrayendo, día a día, las millonadas, y el Ejército es movilizado para defender a una transnacional contaminante y, de paso, para allanar la autonomía municipal de Ensenada.

Pero la batalla principal por la defensa de la patria está en otra parte: debe vengarse a toda costa y a cualquier precio la ofensa contra el honor patrio proferida por unos comentaristas idiotas de la BBC que nos describen como sucios y huevones.

Ahí va el embajador Medina Mora –él, que tanto hizo por poner la procuración de justicia nacional al servicio de Washington– en su advocación de general Zaragoza, a revestir las armas nacionales con la gloria de una disculpa pública por los comentarios racistas en el programa Top Gear.

Y qué decir de los partidazos que se reparten las migajas de la momia del nacionalismo revolucionario, compitiendo entre ellos por ver cuál resulta más inescrupuloso a la hora de preservar la soberanía, la cual no es, en primera instancia, una definición del Estado ante el exterior sino el ejercicio del poder por el pueblo (por más que esa palabra resulte altisonante a los oídos educados en Harvard o el Instituto Tecnológico Autónomo de México.

Hágannos el favor: meter bajo la alfombra las cifras de la pobreza para que los electores no cobren plena conciencia del estrepitoso fracaso de sus representantes en general.

Y para seguir con expresiones incómodas, salta a la vista esa de “traición a la patria”. Su desventaja principal no es la grandilocuencia, sino que a) requiere, para ser empleada, que alguien se autoproclame “la patria” y se diga traicionado(a), lo cual suele dar pie a toda clase de excesos fascistas y, b) necesita de un sujeto ejecutante, revestido de autoridad formal y de poder real, que en este caso brilla por su ausencia: el funcionariato, la clase política, las judicaturas y las corporaciones legislativas recuerdan, en su configuración actual, a lo que era la vida política nacional en los tiempos en los que el país fue despojado de medio territorio.

Con la desventaja, ahora, de que no hay a la vista ningún Santa Anna que sera capaz, cuando menos, de gestionar la derrota. Lo que hay es un manojo de funcionarios deseosos de organizar el acto de entrega-recepción de lo que perciben como un mueble viejo y estorboso: el Estado mexicano.

Cada día hay menos Estado, más consejos de la embajada y más monopolio privado, ya sea en la forma de cártel o de persona “moral” SA de CV. Tal es la fórmula de la descomposición institucional.

El proyecto de los Salinas, Fox, Calderones y Peñas (la enumeración es meramente ilustrativa) desemboca, como ya se ha visto, en una mezcla de mall y de Faluyá.

Si la sociedad profunda no consigue irrumpir de manera rotunda, masiva y pacífica en el cascarón de la institucionalidad formal, nos quedaremos sin país, o el país tendrá que prescindir de sí mismo para la reconversión en curso. El evitarla o no está en nuestras manos.

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