jueves, 2 de agosto de 2012

¿Qué sigue...?

Adolfo Sánchez Rebolledo

Falta un largo trecho para que el tribunal resuelva en definitiva sobre la validez de las elecciones presidenciales, y mientras tanto, como era previsible, la polarización política (con peligros acrecentados) sigue su curso sin despegarse del marco legal, pero, hay que decirlo, sin mucha confianza de las partes en el carácter imparcial de los jueces, cuyas resoluciones son inapelables. Se escucha con frecuencia que la revisión de los expedientes es un mero trámite que no cambiará lo que ya se da como el resultado de hecho de la sucesión presidencial. Si acaso, se admite, se dictarán sanciones ex post, con lo cual se añadirían nuevas razones para el descrédito y el desencanto que recorre la convivencia nacional, pero nada más. Todo en orden. Y sin embargo, el tribunal está obligado a otra cosa. En primer lugar, cabe esperar que se tome en serio a sí mismo y realice una investigación a fondo de las impugnaciones presentadas. Se requiere de un juicio atento al derecho, exento de prejuicios o descalificaciones previas. En ese sentido, como simples ciudadanos, podemos exigirle al tribunal que realice una valoración con sentido de Estado de los perniciosos problemas puestos a la luz en estas elecciones, de modo tal que la intervención de los magistrados sirva para acotar la magnitud de las grandes fallas estructurales (no sólo administrativas o procesales) advertidas en la competencia electoral, entre ellas la relación entre los medios, el dinero y la política, la manipulación y compra del voto en condiciones de extremada desigualdad social y agudización de la violencia, así como la necesidad de hallar nuevos mecanismos capaces de seguir en tiempo real el uso de los recursos de partidos y candidatos. Se dirá, no sin argumentos, que eso es mucho pedir dados los antecedentes formalistas, cuando no erráticos, del tribunal, pero esa es su responsabilidad histórica y no hay razón para exigirle menos. ¿Hay que recordar que la Constitución es su límite? Un fallo puntilloso pero legalista, superficial, lejos de resolver el problema planteado por las impugnaciones agravaría la desconfianza en la institución que en ultima instancia sostiene todo el sistema electoral. Seria un golpe a la futura gobernabilidad del país.



Contra la opinión conformista de quienes juzgan la democracia sólo por los números, sin cuestionarse cómo se forjan las mayorías ganadoras, ha saltado a la palestra la denuncia de prácticas seculares que antes se consideraban “inevitables” o imposibles de modificar, como la coacción y compra de los votos, práctica tan antigua como arraigada en los usos y costumbres del poder. Si, en este punto, es clave determinar la magnitud de dichas operaciones con respecto a los resultados obtenidos, el verdadero avance democrático ya adquirido está, pienso yo, en haber puesto en el primer plano la incompatibilidad moral, la inadmisibilidad de procedimientos antidemocráticos que el PRI empleó durante años (y luego otros partidos) para ganarse lo que Chomsky llama “el consentimiento sin consentimiento”, que le permite al poder imponer a la población programas de gobierno que suelen ir en contra de sus intereses o de lo prometido en las campañas. Y no deja de ser significativo que tal manipulación de las masas se haya visto unida a la toma de conciencia del papel de los medios, en particular los electrónicos, en la configuración de una “candidatura ganadora”, construida conforme a los principios de la “ingeniería del consentimiento” a los que Chomsky alude. La rebelión juvenil que marca el nacimiento de #YoSoy132 estalla ante la reiterada, grosera evidencia de que la candidatura de Peña Nieto se finca en el empleo discrecional de los recursos públicos del estado de México para la fabricación de una imagen mediática tan vendible como cualquier otro producto mercantil lanzado por los monopolios del “entretenimiento”, convertidos en agencias de poder real capaces de influir, cuando no fijar prioridades a seguir. La falta de sensibilidad de Peña para atajar la protesta repitiendo el fraseo diazordacista para el caso de Atenco hizo su parte, poniendo en pie un rechazo político que llegó para quedarse. Desde entonces la discusión sigue, como es natural, en torno a las cifras, pero el hecho mayor es que, más allá del lucro como razón, lo que plantearon los estudiantes fue un no mayúsculo a la simbiosis entre el poder del Estado y los intereses dominantes de las televisoras, el rechazo a la manipulación que, so pretexto del entretenimiento, condiciona los valores de una cultura política al servicio de la elite que concentra la riqueza y monopoliza la libertad de expresión.



En estas condiciones, la discusión sobre el qué hacer hasta que el tribunal expida su fallo es importante. El movimiento #YoSoy132 tiene que conjugar sus esfuerzos con otras iniciativas surgidas de los sectores populares, reforzar la solidaridad con las causas populares, pero en ningún caso debería renunciar a seguir siendo un “movimiento estudiantil”, en el sentido de expresar las ideas, las necesidades y las propuestas de ese sector de los jóvenes. Esa es una apuesta política, no partidista, la que le da la fuerza moral que ahora tiene, la misma que le permitirá crecer enlazando sus actividades con la apuesta por un nuevo México más justo.



Desde luego, hay que ir paso a paso, pues el asunto no es sencillo ni vale la pena apresurarlo, pero hay algunos temas para el día siguiente que conviene tener en mente: la transformación de México no se inicia ni concluye con el proceso electoral, de modo que no es intrascendente racionalizar la fuerza acumulada por las izquierdas a través del azaroso proceso político de los últimos años: hay liderazgos fuertes y ahora existe una experiencia compartida por millares de ciudadanos activos que representan a millones de mexicanos inconformes con la inercia de la vida pública. Entre ellos subsisten grandes y pequeñas diferencias ideológicas o sociales, afinidades grupales muy resistentes o lazos muy débiles de organización, pero son la izquierda real que obtuvo la mayor votación de su historia, cuando la derecha (y muchos progresistas) daban por muerto al lopezobradorismo. Esa constelación perdurará si sus componentes se mantienen juntos, aunque la salud política recomienda la explicitación de las diferencias en un marco frentista común que acepte la división del trabajo y el pluralismo. El tema de la organización del movimiento y el (los) partido (s) está en la agenda y no se podrá obviar.



Sin embargo, ningún proyecto es viable sin un planteamiento capaz de concretarse en un programa político para avanzar en la reforma del Estado. La coacción del voto, por ejemplo, no es un mero asunto electoral sino un problema vinculado a la cultura política surgida sobre los cimientos de la desigualdad que caracteriza al sistema y la cancelación de los derechos sociales ejercibles por los ciudadanos. Mientras la izquierda no asuma que para ella el tema de “la pobreza” es el eje por el cual deben discurrir sus demás estrategias, no adquirirá coherencia y capacidad de reproducirse como “movimiento de masas” y a la vez como el partido que expresa políticamente los intereses de la mayoría carente de derechos reales. Hacer de la democracia una realidad implica reformar el régimen político, propiciar una nueva cultura a favor de las libertades y los derechos humanos, pero sobre todo, aquí y ahora, implica que por el bien de todos primero los pobres.





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