martes, 18 de septiembre de 2012

La democracia mexicana: ¿otra causa perdida?



Ilán Semo

La cultura contemporánea está basada en un extraño ciclo, en el cual nuestros objetos de consumo elementales parecen destinados a una condición que varios autores (Lipovetski y Bauman, entre otros) han llamado (de una manera acaso abigarrada) la de-sustancialización. Ayer llevé las galeras de la revista Fractal a una imprenta en la colonia Obrera, cuyos precios milagrosos todavía permiten publicar en papel lo que la mayoría de los editores sólo se atreverían a “colgar” en la red. En la esquina del Eje 3 e Isabel la Católica, arriba en un edificio, se yergue un espectacular de Coca-Cola en el que aparece una modelo junto a un lema: “Macho es mi novio porque pide Coca Cola light”. No sé si a quienes lo colocaron ahí les parecía que lo light no tenía acogida en la Obrera. (Se supone que los espectaculares están destinados a “públicos con signatura”). En la apoteosis de lo políticamente incómodo, la refresquera se propondría conquistar un nuevo nicho de mercado: el macho que por tomar light no es un macho light. Algo así como un nuevo género. Para mi sorpresa, cuando llegué a los abarrotes de la esquina y pedí una Coca-Cola light, el encargado me dijo: “¡Uy! Ya se acabó. Todo lo light se acaba”. ¿En qué consiste exactamente la seducción que ejercen hoy el “café descafeinado”, la “leche deslactosada” o el “queso light”? ¿Por qué “se acaban”?



En rigor, el “café descafeinado” es un café sin cafeína, léase: un café sin café; la “leche deslactosada”, una leche sin su principal componente, una leche sin leche; y el “queso light”, un queso sin grasa, un queso sin queso. La idea es que el café sin café ha sido liberado de la sustancia que nos proveía, simultáneamente, del goce y de los riesgos de tomar café, la cafeína. Se trata de algo que sólo llamamos “café” sin las (hipotéticas) consecuencias (para el cuerpo) que acarreaba la sustancia que producía el placer de tomarlo. Hemos renunciado al goce para dejar en su lugar una suerte de pharmako, un sustituto; un emblema que ha perdido ya toda su sustancia, pero que mantiene su fachada, una suerte de colapso entre la función y la forma. Así, la cultura cotidiana se ha ido convirtiendo en una suerte de intercambio entre sustitutos, donde la sustancia se reduce a un enunciado, y la función a una fantasía. Pero lo seguimos llamando “café”.



Con la democracia mexicana pasa algo similar. Ha perdido prácticamente toda su función y su sustancia, y sin embargo se ofrece como “democracia”, al menos en la mayor parte de los discursos que tienen que ver con el mundo público. (La analogía no es del todo justa, porque siempre podemos prescindir del café “descafeínado” y optar por uno “regular”, mientras los discursos sobre la “democracia” disputan uno y el mismo objeto.) De los cinco rasgos que Democracy Watch ha establecido como minimalia para definir a un régimen como “democrático” (una definición realmente minimalista), el actual orden político mexicano reprueba crasamente cuatro, y pasa uno de panzazo. Valga una breve enumeración.



1. Derecho universal al voto. Es simple. Millones de mexicanos que viven en el extranjero, cuyo voto podría modificar los resultados de los comicios, no tienen derecho al sufragio.



2. Transparencia. La concertacesión que ha anudado al PRI y al PAN desde 1988 acabó desfigurando a tal grado la relación entre los procedimientos, los votos y los resultados electorales, que hoy sólo contamos con la desfiguración. Ni en 1988, ni en 2006, ni en 2012 se puede hablar, por diversos motivos, de elecciones transparentes. Pero un acontecimiento que se repite tres veces sucesivas, ya expresa una estructura establecida. En México, esperar las próximas elecciones puede ya significar, para una parte sustancial del electorado, esperar tan sólo el próximo oxímoron electoral. Ni hablar de otras formas de transparencia como el gasto del erario, la aplicación de leyes, etcétera. Siguen siendo una utopía mexicana.



3. Estado de derecho. El mayor fracaso de los últimos 24 años es la incapacidad de quienes han gobernado el país (léase: quienes han ejercido la Presidencia) para allanar el paso a un régimen gobernado por la ley en todos sus niveles, y no por los poderes fácticos, la violencia, el soborno y la complicidad. El consenso al respecto es unánime. Lo dice la OCDE, el FMI, los analistas locales y hasta el mismo Felipe Calderón, que ha reiterado innumerables veces que, en todos los niveles de gobierno, la colusión entre política y crimen es lo dominante. No sólo no nos acercamos al estado de derecho, sino que nos alejamos cada vez más de él, en la medida en que las prácticas de gobierno se basan cada día más en el estado de excepción.



4. Libertad de prensa y de expresión. En el mapa que cuelga en el lobby del Newseum, una suerte de registro del estado global de los derechos de expresión, México aparece justificadamente junto con China, Libia y una lista de países enfrascados en dictaduras o en guerras civiles en una situación de alarma. No sólo por los crímenes cometidos contra centenares de periodistas, sino por el carácter monopólico de los medios. Siempre se puede argüir que el crimen organizado representa la principal amenaza. Pero la línea entre éste y la política se ha vuelto tan tenue, que no es incorrecto adjudicar a la segunda el colapso de la libertad de prensa.



5. Separación de poderes. Es éste el único renglón donde acaso las transformaciones mexicanas han prosperado. El Poder Legislativo es hoy más autónomo del Ejecutivo y éstos, en cierta medida, del Judicial. Pero el desempeño del TEPJF en los últimos comicios –por ejemplo, los desayunos abiertos entre jueces y miembros del tricolor– volvió a zanjar de dudas este logro.



En suma, lo que el ciudadano de a pie obtiene a cambio de su voto es una democracia, digamos, sin democracia, un régimen político que se anuncia bajo una forma pero que cumple funciones que no tienen nada que ver con esa forma. Otra versión del colapso entre la forma y la función. ¿Cómo caracterizar a este híbrido que ha regido el destino de la vida pública en México desde hace dos décadas?



Creo que de esa caracterización depende el posicionamiento de las fuerzas, al menos en la esfera de sus prácticas discursivas, que habrán de definir el territorio de lo político en los próximos años. Es difícil esperar alguna novedad de quienes hoy acceden a Los Pinos más allá de la reiteración de la concertacesión. Ni PRI ni PAN tendrían ninguna razón para cambiar. ¿Por qué lo harían si así han logrado sostener la mayoría durante casi un cuarto de siglo?



¿Y la izquierda? Imposible hablar hoy día de la izquierda como territorio ya no cohesionado, sino coherente. Está dividiéndose en su esfera política, y la izquierda social parece fragmentada en pequeñas o no tan pequeñas organizaciones, si bien el movimiento #YoSoy132 le ha inyectado una sinergia sin precedentes. Pero tal vez la clave se encuentre en esta sinergia que modificó tan radicalmente el panorama de las elecciones de 2012: el encuentro (que no alianza) entre un movimiento social autónomo (de los partidos políticos) y una fuerza capaz de abrirse paso en los terrenos de la política codificada por los relatos convencionales, con el cometido no de una transición sino de una ruptura. Nunca había sucedido. Fue el hallazgo del #YoSoy132. Habrá que esperar si se trata no sólo de un acontecimiento, sino de un camino por recorrer.





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