jueves, 27 de septiembre de 2012

La hipocresía del PRI



Adolfo Sánchez Rebolledo

El PAN quiso pasar una reforma de última hora como si su verdadero objetivo fuera la democratización de los sindicatos, cuando es obvio que en estos últimos 12 años no hizo otra cosa que aliarse de manera oportunista con las cúpulas dirigentes del SNTE, el sindicato petrolero y las centrales charras. En realidad, la iniciativa enviada por Calderón (la ley Lozano) contiene el mayor intento por redefinir las relaciones laborales a partir de los intereses de los grupos patronales dominantes. Toda la alharaca en torno de la democratización no fue más que eso, ruido mediático para satisfacer las ansias críticas de un sector “liberal” que observa la vida sindical como una pura y dura anomalía. Lejos de reflexionar sobre las instituciones que México debe fortalecer y construir en su caso para enfrentar con un nuevo aliento el conflictivo mundo laboral, –con sus millones de jóvenes sin destino y el océano de trabajadores informales, precaristas, en rigor inexistentes para la comunidad–, el Presidente (apoyado en este caso por el PRI) apenas se atiene a llevar a la norma la receta dictada por la lógica empresarial más estrecha, haciendo a un lado el sentido tutelar que la Constitución le concedió al derecho del trabajo. Recuérdese que los fantasmales contratos de protección se impusieron como antes la “flexibilidad” sin necesidad de reformar la ley.



Esta concepción clasista, cargada a un solo lado, contrasta con las necesidades de una población cuyos niveles de ingreso y su influencia general en la sociedad y el Estado han venido decayendo como resultado de los mecanismo feroces de apropiación de la riqueza colectiva, marcados por el expansivo crecimiento de la informalidad que, ahora, paradójicamente, la reforma laboral quiere combatir “formalizando” la precariedad, como si el empleo pudiera impulsarse al margen de una política de crecimiento, que es lo que ha faltado. Ahora, con la reforma, se quiere formalizar y ordenar los cambios ya realizados y darle mayores recursos legales al capital para contratar y despedir libremente y decidir los términos de la contratación.



Resulta increíble, por pobre y vacilante, que el presidente electo acepte darle curso positivo a dicha reforma laboral sin tomarse la molestia de inscribirla al menos en un programa de gobierno que debería articular de modo coherente sus mayores propuestas, por ejemplo, el Plan Nacional de Desarrollo, pero la prisa calderonista disuelve los límites sexenales (en teoría no tendría que responder favorablemente al órdago “preferente”). Por lo visto, para Peña Nieto las grandes reformas “estructurales” no representan más que la repetición insulsa de las muletillas neoliberales, las frases hechas que no se sustentan en una visión del país y el mundo distinta a la que hasta hoy sostuvieron los gobiernos panistas. Con la misma superficialidad podríamos esperar la anunciada reforma energética. Pero es obvio que ese camino implica graves riesgos que todas las fuerzas deberían sopesar con sentido de responsabilidad.



La reforma laboral que está por aprobarse (sin atender a las más diversas voces) es la típica fuga hacia adelante de quienes creen que por el solo hecho de aprobarse más garantías para las empresas (y menos para los trabajadores) la productividad del país cambiará sustantivamente, pero no hay un mínimo rigor a la hora de pensar en si será útil o no para reconstituir la cohesión social degradada por la violencia y la ley de la selva en que hoy sobrevivimos.



El PAN y el presidente electo no han tenido sensibilidad alguna para tratar este asunto (los panistas la tuvieron en 1995 cuando aprobaron una iniciativa de reforma laboral que, dicho sea de paso, nunca prosperó). Para ellos el único sindicalismo que cuenta es el pueden manipular desde las empresas o mediante alianzas de poder desde el gobierno, aunque se traguen la corrupción completa. Las voces disidentes, las que claman por un cambio de forma y de fondo comprometido con el progreso de México, han sido hasta ahora los enemigos a vencer desde el viejo sindicalismo corporativo, pero también, y con celo particular por la autoridad laboral. Es obvio que una reforma laboral avanzada, conforme a los principios constitucionales y los tratados firmados en los años recientes, tendría que devolverle a los trabajadores los derechos básicos para organizar la defensa legal de sus intereses, sin interferencias como la toma de nota, grantizando la contratación colectiva y el derecho de huelga. Hace unos años esa fue la razón de ser de la insurgencia sindical frente al peso inamovible del viejo corporativismo. Pero ésta fue reprimida para mantener la ficción de un sindicalismo comprometido con los gobiernos de turno como la verdadera representación obrera. Con la llegada del PAN a la Presidencia se creyó posible desmontar lo que quedaba del antiguo corporativismo, pero la realidad demostró lo contrario y el Presidente se entregó de lleno a una alianza con la dueña del SNTE que ahora, al irse, quisiera exorcizar. Sólo unas cuantas organizaciones alzaron sus banderas con honor y se mantuvieron firmes en la lucha.



Lamentablemente, la democratización de los sindicatos no será la consecuencia de una accción “externa” sino el resultado de las propias necesidades de los trabajadores. La propia izquierda, tan exitosa al incorporar a sus filas a millones de ciudadanos, no pudo o no supo convertir la necesidad de cambio en una gran corriente renovadora de las organizaciones obreras. Y esta es una de las grandes tareas pendientes pues la vida social requiere, más allá de los partidos y movimientos existentes, organizaciones de masas creadas con fines específicos para actuar de modo legal y permanente.



El gobierno y los partidos dominantes podrán creer que la inconformidad se limita a las expresiones públicas de la protesta. Incluso, entre voceros del poder algunos hacen burlas en torno al conflicto social que potencialmente anida en nuestra sociedad. Por favor, que luego nadie se queje por las “sorpresas” que la realidad nos depare.





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