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jueves, 27 de septiembre de 2012
La muerte de Capistrán es irreparable
Elena Poniatowska
“Seguro Miguel sabe”, “Voy a preguntárselo a Miguel”, “Capistrán tiene toda esa información”, “Con preguntarle a Capistrán y a su memoria privilegiada basta”.
La muerte de Miguel Capistrán nos priva de la memoria del México de los años 30, de saber qué pensaba José Gorostiza y cómo era el grupo de los Contemporáneos. También nos priva de un hombre generoso como pocos que daba sus informaciones a manos llenas y nunca pedía reconocimiento.
Prudente, leal, discreto y modesto, Capistrán fue un historiador y un periodista. La muerte lo tomó de sorpresa cuando empezaba a irle bien: el 9 de octubre ingresaría a la Academia Mexicana de la Lengua y preparaba su discurso con entusiasmo.
Lo conocí cuando ambos éramos jóvenes y guapos y él estaba a punto de convertirse en un potentado de Televisa, ya que le habían encargado hacer los programas Encuentro, Comunicación, Diálogos de la lengua y Testimonios para Imevisión. Él solo era capaz de convencer y convocar a Torres Bodet, Pellicer, Gorostiza, Novo, Elías Nandino y Octavio Paz de que se sentaran frente a la cámara y dialogaran.
Coordinó el viaje de Jorge Luis Borges a México y lo reunió con Salvador Elizondo y Juan José Arreola, Dámaso Alonso y Emmanuel Carballo. Borges le consultaba todo (al menos en México). También fue clave en el Premio Jorge Cuesta, que él mismo obtuvo en su tierra, Córdoba, Veracruz, que produjo a otros grandes de la literatura: Sergio Pitol, Emilio Carballido, también sus buenos amigos.
El 19 de septiembre de 1985, a las 8:30 de la mañana me llamó porque nos había invitado a Felipe, a Paula y a mí a Córdoba y a Veracruz para participar en un coloquio. Después iríamos a la laguna de Catemaco y a la playa e iríamos al café del hotel Diligencias, toda una fiesta. “Elena, se cayó el edificio en que vivíamos mi familia y yo, ya no vamos a poder viajar”. Inmediatamente fui con Paula a la funeraria en la que se velaba a hermanos y parientes, en la avenida Álvaro Obregón, tremendamente dañada por el terremoto. A partir de entonces ya no dejamos de vernos y comer en la casa con su gran amigo Michael Schuessler, quien siempre lo acompañó y con quien escribió México se escribe con J, que juntos presentamos en la Sala Manuel M. Ponce de Bellas Artes.
Miguel Capistrán era una fuente de sabiduría y su muerte es para todos nosotros irreparable. Nunca fue mezquino ni chismoso ni mal intencionado. Al contrario, lo caracterizaba el respeto con el que hablaba de unos y de otros. Siempre me dio una sensación de nobleza. Capistrán todavía nos hacía mucha falta y a él todavía le hacía falta ser un poquito feliz y tener el reconocimiento de un ámbito cultural y académico en el que va a dejar un hueco muy difícil de llenar.
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