sábado, 28 de marzo de 2015

Crisis de legitimidad

Ilán Semo
¿Q
ué tan lejos ha llegado la crisis de legitimidad del gobierno de Enrique Peña Nieto desatada por las terribles revelaciones del crimen de Ayotzinapa? No es improbable que su dimensión se aproxime a la de 1968, aunque su carácter sea más insular. Se trata, obviamente, de dos momentos muy distintos en la historia del país. Pero tienen algo en común: ambos pusieron en entredicho a la figura central que sostiene a un régimen que ha fincado su ejercicio de gobierno en su capacidad para evadir el problema de la construcción del estado de derecho: la figura presidencial. Lo extraño de los sistemas políticos es que por más que su eficacia de gestión social e institucional cuente, su consenso principal se deriva de la preservación de sus órdenes simbólicos. Los dilemas comienzan cuando estos órdenes se rasgan, desgastan y sufren implosiones.
¿De qué se habla cuando se habla de una crisis de legitimidad? La respuesta puede desplegarse en cuatro partes.
1) La consigna fue el Estado no sólo remite el punto de encuentro de una movilización que pone al descubierto la desvinculación esencial entre la ley y el derecho (ese refrán que dice: En México, el derecho es para los amigos y la ley para los enemigos), sino que se desarrolla como el ejercicio etnográfico de una nueva conciencia. Finalmente, ese no-lugar llamado crimen organizado queda reducido a un alias. No es que no exista como tal, pero su alusión en la retórica oficial encubre en realidad a una maquinaria gubernamental que actúa a las sombras, dedicada a contener reclamos sociales, exigencias de justicia y formas de resistencia civil. Max Weber diría que el Estado diluyó el monopolio sobre el uso legítimo de la violencia pública, no porque haya perdido el monopolio sobre ella, sino porque dilapidó su legitimidad. En otras palabras, cuando no se puede distinguir entre el criminal y el funcionario, el que sale perdiendo es el Estado en su conjunto. Y no se entrevé ningún síntoma de que el régimen actual pueda detener este vértigo.
2) No saben que no saben. ¿Quién es el que no sabe que no sabe en la esfera política? ¿Qué pasa cuando un régimen pierde el principio de realidad? Algo que acaso podríamos llamar la condición esquizo del Estado –Foucault la llama ubuismo, por la obra El rey Ubu, de Alfred Jarry–, porque ninguno de sus ocupantes sabe ya con quién está sentado a su lado y qué mínima confianza le merece. Normalmente, en la política mexicana el que sabe, no habla, y el que no sabe, habla demasiado. Pero no en este caso. El despido atrabiliario y sin concesiones de Carmen Aristegui de MVS –ahora, según Proceso, existe la sospecha de que la orden vino incluso de Los Pinos– no sólo hace renacer los fantasmas del autoritarismo, sino que los implementa. Con el cierre del programa de Aristegui, se clausura la única ventana abierta que quedaba en los medios electrónicos de comunicación a través de la cual la sociedad exponía de manera coherente y cotidiana el cúmulo de sus malestares. Pero hoy el control sobre los medios es una ilusión vana, porque los medios líquidos de las redes son porosos. Mientras más se reprime a los primeros, más explosivos resultan los segundos. Y con ello se pone en juego algo que sólo estaba latente: el dilema de la libertad de expresión, defendida hoy por un grupo admirable de periodistas.
Ya se sabe: no hay cuarto poder en México. Sin embargo, las localizadas ínsulas que lo ejercen, cada vez más asediadas y en menor número, desarrollan una función de derrame sobre el complejo autoritario público y privado. Cerrarlas implica volver a la situación en donde la libertad de expresión se dirimía como un conflicto entre el Estado y la sociedad, y no entre privados como quisiera el encargado de Gobernación.
3) La crisis de los partidos. Este es el punto nodal de la legitimidad perdida. Los partidos políticos en México han acabado por devenir lo que ya eran en ciernes: una prolongación del Estado. Sólo que de un Estado en decadencia. Se trata de un parlamentarismo corporativo, incapaz de detener su propio proceso de desinstitucionalización. La colusión entre el PRD y las prácticas priístas es ya irreversible. Y el PAN ha abonado los reclamos de las clases medias asediadas por la inseguridad y la incertidumbre. Andrés Manuel López Obrador ha evitado el temporal, pero Morena está constituido cada vez más por las viejas tribus que hundieron al PRD. Le será difícil definir su identidad propia. De seguir así, la democracia en México, como escribe Alejandro Rozado, se va a reducir al priísta que se va a elegir cada tres años. Digamos que hay un hoyo negro en la esfera electoral. Sólo fuerzas nuevas podrían reanimarla. La ley actual les pone candados indecibles. Esto no significa que la esfera misma de las elecciones se haya venido abajo. Entre 2015 y 2018, podrían existir sorpresas.
4) Los movimientos sociales encierran hoy la fábrica de un nuevo horizonte de expectativas. Aunque insulares, su tarea ha sido ya no sólo la de representar intereses singulares, sino la de reconstruir tejidos sociales.
Toda crisis de legitimidad –que es muy distinta a una crisis hegemónica– tiene salidas impredecibles. Puede incluso prolongarse durante años. Pero así como el orden define la condición de lo posible, las crisis plantean a veces la posibilidad de lo imposible.

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