Luis Hernández Navarro
L
a sublevación de los jornaleros agrícolas del Valle de San Quintín muy bien podría ser un nuevo capítulo de México bárbaro. Las condiciones laborales que padecen y el paro y la toma de carreteras que han protagonizado, en nada envidian a las dramáticas narraciones del libro de John Kenneth Turner, en el que se documenta la salvaje explotación y esclavitud a la que se sometió a campesinos e indígenas y se cuentan las huelgas obreras en el México porfiriano.
Las protestas en San Quintín comenzaron a las tres de la madrugada del pasado 17 de marzo. En las delegaciones que conforman el valle, al grito de
¡En lucha por la dignificación de los jornaleros!y
¡El pueblo unido jamás será vencido!, miles de obreros agrícolas, encabezados por sus dirigentes comunitarios, se lanzaron sobre la carretera que cruza la península de Baja California.
Más de una veintena de videos subidos a la red narran fragmentariamente las largas y veloces caminatas que hombres y mujeres, convocados por la Alianza de Organizaciones Nacional, Estatal y Municipal por la Justicia Social, emprendieron sobre largos tramos de la vialidad federal, y cómo levantaron pequeños retenes con llantas quemadas y ramas de árboles.
Este relato grabado por los mismos paristas, testimonia cómo a lo largo del trayecto algunos jóvenes lanzan piedras sobre los cristales de casas de empeño y grandes almacenes, al tiempo que otros derrumban letreros con los nombres de las granjas. Algunos más –varios de ellos casi niños– se lanzan a saquear tiendas, mientras los dirigentes del movimiento condenan los desmanes. “Nosotros –advierte uno de los líderes– somos pobres, pero conocemos el respeto. Venimos a ganar esta lucha no venimos a pelear. No venimos a hacer desastres”.
Finalmente, pueden verse momentos en que la policía, apoyada en tramos por un vehículo motorizado, dispara balas de goma contra los manifestantes, rompe el bloqueo, y golpea y detiene a los jornaleros. Los huelguistas –escribió en este diario Olga Alicia Aragón– mantuvieron el bloqueo de 120 kilómetros de carretera durante 26 largas horas.
Los jornaleros de San Quintín trabajan en condiciones humillantes en fincas que cultivan hortalizas de exportación, fresa, tomate, mora. A cambio de salarios de hambre, laboran jornadas de hasta 14 horas diarias sin día semanal de descanso ni, mucho menos, vacaciones o seguridad social. Los capataces abusan sexualmente de las mujeres y son obligadas a llevar a sus hijos a los predios para que realicen faenas.
Los trabajadores agrícolas viven usualmente en asentamientos provisionales que se convirtieron en permanentes, hacinados, sin servicios básicos, en viviendas con techos de lámina y pisos de tierra. Muchos son indígenas migrantes provenientes de Oaxaca (mixtecos y triquis), Guerrero, Puebla y Veracruz, que han hecho de San Quintín su otra comunidad. Tres generaciones de oaxacalifornianos viven ya allí. Sufren el hostigamiento policiaco constante. Cuentan con un solo hospital del Instituto Mexicano del Seguro Social.
Las fincas en las que laboran están dotadas de riego y equipo de alta tecnología. Generan cuatro quintas partes del valor de la producción agrícola estatal. La mayoría son propiedad de unas 15 familias y de consorcios trasnacionales. Sus dueños forman parte del gobierno estatal.
Estas empresas agrícolas explotan intensivamente una mano de obra barata, abundante, fácilmente sustituible y, por lo mismo, desechable. No tienen que hacerse cargo de garantizar condiciones dignas para su reproducción. Si un trabajador se enferma, se muere o se agota se le sustituye por otro sin costo alguno. Exprimen a los jornaleros como si fueran naranjas a las que hay que extraer el jugo hasta dejarlas convertidas en cáscaras.
Las empresas no respetan la legislación del trabajo. Disponen de la complacencia de las autoridades laborales y de sindicatos de protección afiliados a la CTM y a la CROM. Para resistir, los obreros agrícolas se han organizado a su vez en agrupaciones como el Frente Indígena Oaxaqueño Binacional (FIOB) y otras asociaciones étnico-políticas.
La revuelta de los jornaleros muestra que este modelo de explotación laboral es insostenible. La sedenterización de los migrantes en la región, la gestación de formas de resistencia y conciencia de clase inéditas y el hartazgo ante el abuso patronal anuncian un nuevo ciclo de lucha de clases en la región, que se anticipó en el paro agrícola de 1996-1997 por el no pago de tres semanas de salarios.
De todas las maneras posibles la Alianza de Organizaciones Nacional, Estatal y Municipal por la Justicia Social advirtió a patrones y gobernantes la inminencia de la explosión social. Desde el pasado octubre sostuvo que era necesaria una mesa de diálogo. Arrogante e insensible, el gobierno estatal nunca la aceptó.
En lugar de entender que este modelo de explotación se topó ya con la dignidad y la fuerza de los jornaleros, desde el poder se quiere descalificar el movimiento huelguístico difundiendo las más absurdas explicaciones sobre su origen. Se dice, sin aportar la mínima prueba, que el narcotráfico anima la protesta, que está organizada por agitadores provenientes de otros estados para crear inestabilidad política, y que se pretende crear problemas al gobernador de cara a los próximos comicios.
Más al sur, la sublevación de los obreros agrícolas bajacalifornianos ha prendido las luces de alarma de los empresarios hortícolas de Sinaloa. El presidente de la Asociación de Agricultores del Río Culiacán, Guillermo Gastélum Bon Bustamante, ha alertado contra la amenaza de lo que llama
un tipo de virus que se puede replicaren el valle de Culiacán.
Los jornaleros agrícolas de San Quintín han demostrado a lo largo de esta semana que, en contra de lo que empresarios y políticos creían, no son desechables. No son sólo fuerza de trabajo. Son –como ellos afirman– personas de carne y hueso, trabajadores conscientes e indígenas orgullosos de su origen.
Twitter: @lhan55
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