Por el Espacio Escultórico
Pedro Miguel
¿S
e realizó ya la reunión entre el rector de la UNAM, Enrique Graue, y el comité de expertos sobre el Espacio Escultórico? ¿Sigue pendiente? ¿Se efectuará? ¿Se decidirá la demolición total del Edificio
Hde la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, que arruina la funcionalidad de la obra artística? ¿Le rasurarán cuatro pisos, como mínimo? ¿O triunfará la arrogancia institucional y la construcción intrusa se quedará donde está?
El problema causado por la construcción de un adefesio promedio que se entromete en la limpia línea del horizonte que hasta antes podía disfrutarse desde el Espacio Escultórico puede ser considerado por algunos como un berrinche de puristas y de exquisitos en contra de la eficacia burocrática que en pocos meses hizo erigir una construcción sin duda necesaria y sin más pecado que el de ser fea. Puede parecer frívolo el afán de acabar con el mazacote que costó millones de pesos sólo para que los visitantes del Centro Cultural Universitario puedan evitarse la intrusión visual en la rueda dentada de pirámides que rodea un lago de piedra congelada. Se puede argüir que la utilidad del edificio cuestionado, en donde se llevan a cabo tareas docentes y administrativas es mucho mayor y más tangible que la de un monumento cuya visita forma parte del ocio de los paseantes.
Pero tal vez quienes albergan tales ideas puedan y quieran asomarse al asunto desde otra perspectiva y caigan en la cuenta de que la agresión (culposa, no dolosa) contra el Espacio Escultórico y sus visitantes era del todo innecesaria, porque si algo no le falta a la Ciudad Universitaria es territorio para crecer sin destruir ni afectar su propio patrimonio y había –hay– una enormidad de espacio para edificar edificios H, I, J y K y todos los anexos que se desee. “Bueno, habría podido hacerse mejor, pero ya está hecho –replicarán– y en la UNAM las cosas no están como para tirar el dinero. Sería una buena réplica, sin duda, salvo por el hecho de que si a esas vamos, la totalidad de las tareas culturales que realiza la máxima casa de estudios, e incluso buena parte de sus labores de investigación, pueden verse como un completo dispendio. ¿O acaso no habría sido más barato pintar de cualquier color las cuatro paredes exteriores de la Biblioteca Central que contratar a Juan O’Gorman para que decorara con mosaico los muros del recinto? ¿No estaría mejor emplear en algo mejor los recursos que se destinan al funcionamiento y mantenimiento de la Sala Miguel Covarrubias? Y en el extremo, ¿para qué sostener algo tan inútil como el Instituto de Investigaciones Filológicas, en vez de comprar más computadoras para la Facultad de Ingeniería?
Como puede verse, es riesgoso adentrarse por las lógicas del eficientismo, y más cuando tales lógicas florecen en las oficinas de una institución que, como la UNAM, es vista desde hace décadas por el grupo en el poder como un desperdicio presupuestal y un estorbo para los planes de negocio de empresarios –o sea: gente de veras productiva– que sueñan con expandir su mercado de estudiantes universitarios.
Imagínense lo que una buena inversión podría hacer en lo que es hoy día un refugio de vagos, grillos y mariguanos. Es cierto que, salvo uno que otro panista, la mayor parte de los políticos del régimen no se atreve a formularlo con esa crudeza, pero tengan por seguro que lo piensan. A fin de cuentas, el último presidente de la república que egresó de la UNAM terminó su periodo hace 16 años, así que de las cúpulas oficiales no esperen ni siquiera afecto por el alma mater.
En esta coyuntura tan jodida no parece sensato descuidar ni un segundo la defensa de la gratuidad en todas sus acepciones y expresiones, y el arte es una de las más relevantes. Junto con la solidaridad, es una de las pocas cosas que le quedan al mundo para reponerse de la borrachera de productividad, eficiencia, rentabilidad y calidad en la que anda extraviado. No es sensato, por ello, atentar contra la integridad de las obras de arte. En rigor, a la humanidad no le pasará nada si se sustrae una piedra más a la pirámide de Chichén (le han sustraído tantas), si se suprime media página de una partitura sinfónica o si se destruye medio metro cuadrado de la Capilla Sixtina. Se habrá perdido o afectado, en todo caso, una comunión social que estableció, quién sabe por qué y para qué, proteger, preservar e investir de sacralidad social a ciertos objetos, ciertas composiciones, ciertos textos. Pero sumen muchas acciones vandálicas de esas y ya estaremos otra vez instalados de lleno en la condición de micos arbóreos, de la que ni hemos salido del todo.
Tal vez nos encontremos ante la necesidad de un punto de inflexión. El país y el mundo se precipitan en el abismo de la construcción desorbitada, el rendimiento máximo, el uso a rajatabla de todo lo que existe y que es, por esa sola razón, susceptible de aprovechamiento. El pragmatismo extremo se instala en cualquier sitio y construye soluciones racionales y proyecciones a futuro sin informarse previamente de lo que hubo allí ni de los ordenamientos sutiles e invisibles que regulaban el lugar –recinto, barrio, pueblo, entorno ecológico, continente– hasta antes de su llegada. En la visión dominante lo rentable es necesario y lo incosteable, contingente. Para esa mentalidad dar alimento al espíritu, cuando ello no se traduce en alguna clase de transacción comercial, es un delito de lesas finanzas tan imperdonable como regalar comida al prójimo.
Y el Espacio Escultórico está allí, en una Ciudad Universitaria enclavada a su vez en una urbe sometida, por lo pronto, a la dictadura de la utilidad y el rendimiento (en su interpretación manceriana, la Ley de Murphy dice que todo lo que pueda generar dividendos los generará). En estricto sentido, ese extraño templo sin dioses no sirve para maldita la cosa; es un desperdicio de concreto y de espacio que hasta ahora nadie se ha atrevido a concesionar a una cadena de restaurantes de comida rápida. ¿Qué caso tiene pelear por la limpieza de su línea visual? ¿Cómo pueden pedir que en aras de ese capricho abstracto se derribe un edificio repleto de aulas, cubículos y oficinas?
Puede ser que la muesca en el tiempo realizada en 1979 apenas empiece a adquirir su plena significación en 2016 y que su utilidad real, insospechada por sus creadores hace 37 años, sea la de ofrecer un punto de inflexión para detener la cabalgata avasalladora del utilitarismo, la rentabilidad y la monetarización de todo lo que existe, y empezar a desandar ese camino peligroso que desembocará, tarde o temprano, en el uso de las pirámides de Teotihuacán como basamento para antenas de telefonía celular o en su concesión a una empresa de entretenimiento. Tal vez ese ojo que mira al cielo con su pupila de lava haga reflexionar a las autoridades universitarias sobre el supremo compromiso de la máxima casa de estudios con el espíritu y consiga preservarse a sí mismo inspirando un acto explícito de contrición (en su sentido laico) que se traduzca en la eliminación de la mole intrusa. Y en el sitio que ésta ocupa actualmente bien podría levantarse un pequeño monumento que diga:
aquí triunfó el arte sobre la insensibilidad, la gratuidad sobre la paga, lo entrañable sobre lo contable, la civilización sobre la barbarie.
Twitter: @navegaciones
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