Bernardo Bátiz V.
L
a teoría de la división de poderes, pilar de la democracia, viene de muy lejos; en Grecia, Aristóteles planteó la necesidad de que el poder no fuera absoluto, que la monarquía no se transforme en tiranía, que la democracia no resbale a demagogia. El poder, se sabe desde entonces, está siempre en riesgo de pervertirse; quien lo tiene, aunque sea legítimo su origen, está siempre en la posibilidad de abusar; quien tiene poder, tendrá la tentación de emplearlo para satisfacer ambiciones o para cumplir venganzas.
Por eso, porque el poder concentrado en una persona o en una corporación puede ser fuente de abusos, es que teóricos de la política, políticos en activo y pueblos enteros, siguiendo el pensamiento de Aristóteles, John Locke, Montesquieu y otros, lograron aceptación en sistemas políticos y constituciones, en los que prevalece el principio de división de poderes, un régimen de límites, de contrapesos, de equilibrios.
Nuestra Constitución, en su artículo 49, abraza, como la mayoría de las constituciones del mundo, la doctrina de la división de poderes, y con un lenguaje sobrio y no carente de belleza, dispone lo siguiente:
El Supremo Poder de la Federación se divide para su ejercicio en Legislativo, Ejecutivo y Judicial, y agrega:
no podrán reunirse dos o más de esos poderes en una sola persona o corporación.
Son tres los poderes tradicionales, el Legislativo hace las leyes y aprueba presupuesto e impuestos para cubrirlo, también vigila el gasto y aprueba la cuenta pública; el Ejecutivo, ejecuta, hace cumplir las normas, administra y tiene a su cargo las relaciones internacionales y el mando de la fuerza pública; el Judicial imparte justicia y resuelve controversias entre particulares, entre éstos y el poder público o entre varios órganos de gobierno. Esos son los tres poderes, clásicos, aprobados por el constituyente de Querétaro en 1917.
Pero al transcurrir el tiempo y rodar el mundo, algunas veces por exigencias internas y otras por imitación extralógica del exterior o presión de organismos internacionales, hemos incorporado poderes distintos a los tradicionales; la Constitución, a lo largo de los años, ha sufrido sucesivas reformas que reconocen entidades nuevas, que, sin ejercer la soberanía, disponen de amplios espacios para ejercer el poder y tomar decisiones independientes de la voluntad del titular del Poder Ejecutivo.
Son reconocidos, expresamente, el Instituto Federal Electoral, por el artículo 41 fracción III; la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, por el artículo 102 Apartado B; el Banco de México, con el monopolio de emisión de moneda, en el artículo 28 fracción VI, y la UNAM junto con otras instituciones de educación superior, en el artículo tercero. También está la recientemente aprobada Fiscalía General de la República, en el artículo 102, apartado A.
Además de estos órganos autónomos, consagrados en artículos constitucionales, hay un número grande de otros que han sido aprobados por leyes secundarias, con funciones inicialmente encomendadas al Ejecutivo. Estos organismos sin base constitucional han proliferado y restan facultades que en su conjunto mellan la
gobernabilidad; un ejemplo entre muchos lo encontramos en los tres órganos autónomos recientemente mencionados por el senador Monreal y por el Presidente de la República: Instituto Federal de Telecomunicaciones, Comisión Federal de Competencia Económica y Comisión Reguladora de Energía. Una sopa de letras: Ifetel, Cofece, CRE.
El tema merece discutirse a fondo, tanto el aspecto de la legitimidad de organismos creados en leyes secundarias, que en principio desbordan la disposición del artículo 49, que reduce a tres los poderes que entre ellos se limitan y se hacen contrapeso. En este campo sin mucho análisis, se ha admitido de hecho que el legislador ordinario, federal o local, puede crear órganos autónomos en diversas áreas el poder público.
Pero no es el jurídico el único tema digno de ser considerado a profundidad. El otro es el político; ¿a quién puede interesar que el Poder Ejecutivo vea reducidas sus facultades y limitadas sus herramientas para la gobernabilidad? ¿Se puede gobernar sin tener mando en áreas claves de la economía nacional, de la seguridad o de la procuración de justicia?
Un punto especialmente sensible es el de la investigación y persecución de los delitos; la responsabilidad recae ahora en una Fiscalía autónoma, sin embargo, este renglón de la función pública es fundamental para un buen gobierno y requiere, en mi opinión, una dependencia directa del titular del Ejecutivo o al menos una coordinación muy estrecha.
Nos hemos dejado llevar por corrientes de opinión que nos son extrañas y debilitan al Poder Ejecutivo; división de poderes sí, es necesaria; pulverización del poder, de ninguna manera; nos hace vulnerables y débiles al interior, frente a la delincuencia organizada, y al exterior, ante las tentaciones siempre presentes de injerencia, control y atropello a la soberanía.
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