Pedro Miguel
E
l 31 de agosto de 2016, tras un año de proferir casi a diario ofensas y amenazas a México, Donald Trump aterrizó en esta capital y fue recibido en Los Pinos con honores de jefe de Estado por un aterrorizado Peña Nieto. Lo importante no fue lo que dijo el huésped ni lo que balbuceó el anfitrión, sino la escena de un mandatario doblegado y humillado por un candidato presidencial extranjero. Tras el fulminante encuentro, Trump partió con sus aires de matón rumbo a Phoenix, Arizona, donde remató el día con un mitin en el que siguió burlándose de México:
pagará el muro, pero aún no lo sabe, expresó a su regocijada audiencia, a la que simbólicamente exhibió como trofeo la copeteada cabellera del presidente mexicano.
En estricto sentido, aquel desastre fue, en el ámbito diplomático, el paroxismo de tres décadas de rendición paulatina de la soberanía nacional al país vecino, un proceso de sometimiento económico, político y geoestratégico a Washington que empezó con Salinas y que prosiguió en los sexenios siguientes con Zedillo, Fox y Calderón. Pero si se analiza bien, no fue tan dañino para México ni tan irreparable como la determinación salinista de uncir la economía nacional a la estadunidense, o como la nefasta firma de la Iniciativa Mérida en el espuriato de Calderón.
La columna vertebral del programa neoliberal en México fue la supeditación de nuestra nación a la superpotencia, y en aras de lograrlo se destruyó la industria, se despobló el campo, se rindió la soberanía y se entregó el manejo de la economía, la educación y la seguridad nacional y pública al gobierno del país vecino y a los organismos financieros internacionales. Todo ese proceso fue aplaudido y alentado por una corte de intelectuales y periodistas que celebraron a lo largo de cinco sexenios la
modernidad, las
mejores prácticastecnocráticas y las oleadas de reformas estructurales, varias de las cuales fueron redactadas en escritorios del Departamento de Estado (la energética) o de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (la educativa).
La dependencia llegó a ser tan extrema que cuando apareció en el horizonte político estadunidense el energúmeno apellidado Trump, que amenazaba con cortar de tajo el cordón umbilical (o la rienda), funcionarios, políticos y comentócratas se llevaron el susto de su vida y no tuvieron ninguna idea mejor que tomar partido, en forma escandalosa e inapropiada, por el bando demócrata, con la esperanza de que éste pudiera detener al ogro. Pero, por lo que pudo verse, los más asustados fueron los integrantes del gabinete peñista, quienes en lugar de alinearse con los demócratas apostaron a aplacar a Trump, sin calcular que con ello contribuían a que se presentara como un triunfador ante el electorado estadunidense.
El asunto, pues, dividió al grupo gobernante y la pifia de Peña-Videgaray le pareció a la mayoría de los adeptos al régimen una oportunidad para depositar en la persona del entonces presidente toda la abyección acumulada en el ciclo neoliberal y librar el lastre que el mexiquense representaba ya para el propio bando neoliberal; fue así que se lanzaron a despedazar mediáticamente al habitante de Los Pinos.
Esos mismos pretenden ahora homologar con la ignominiosa invitación peñista el posible viaje del presidente Andrés Manuel López Obrador a la capital estadunidense para formalizar el inicio del nuevo tratado comercial trilateral México-Estados Unidos-Canadá.
Es como comparar un teléfono con un durazno. En los dos últimos años de Peña en la Presidencia, la relación con la administración trumpista fue pésima, entre otras razones, porque el magnate le tomó la medida al mexicano y lo ninguneó cuanto quiso. AMLO, en cambio, estableció desde antes de ser candidato una línea clara ante el estadunidense: “no se trata de responder a la prepotencia con balandronadas, tampoco es enfrentarse con Sansón a las patadas (…) es, sencillamente, ejercer con orgullo nuestra soberanía” empezando por la energética y la alimentaria.
Y aunque desde el primero de diciembre de 2018 la relación bilateral ha conocido momentos de tensión, se ha podido establecer con Washington nexos mucho más equilibrados y respetuosos que los que existieron en las presidencias del Prian. Esto, ciertamente, no significa que Trump deje de ser Trump. Como lo saben los gobernantes de Canadá, Francia, Alemania y otros aliados de Estados Unidos que han sido objeto de las invectivas del magnate, convertir sus exabruptos en un casus belli sería hacerle un favor.
Ahora, diga lo que diga la reacción oligárquica, es claro que AMLO no viajará a Washington a dar apoyo electoral al candidato republicano, sino a formalizar con el presidente del país vecino el inicio de una nueva etapa en las relaciones comerciales y, sí, a agradecerle su ayuda en los asuntos de los ventiladores y de los recortes a la producción petrolera.
Qué paradoja: los que más ladran ahora por la visita de Estado de AMLO a Washington son los que más aplaudieron durante años la entrega del país.
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