Luis Linares Zapata
H
ace ya tiempo que se evaporaron las ideas, de respaldo y guía, que permitan sobreponerse a este presente de violencia y deterioro económico, cultural, social y político. Son ellas el ingrediente necesario, primero, para captar lo que sucede y, después, para emprender las salidas que posibiliten el diseño y la práctica de un futuro asequible y deseable. Nada de esto se tiene hoy a la mano. La población del país está enredada en la sobrevivencia y en rumiar su descontento. Tal situación le incapacita para darse el reposo necesario, un momento vital para imaginar la fórmula indispensable para la visualización de alternativas. Las cúpulas, por su parte, basculan entre la protección de sus intereses y sus acendrados miedos a perderlos. No tienen, por lo demás, el talento instalado ni la disposición para encarar las oportunidades que se suceden por delante. En palabras de Víctor Toledo (La Jornada, 16/3/15), se apunta la categoría de mediocres para los conductores del quehacer público. Tampoco dejan que haya circulación, libre de trabas, para trabajar y pulimentar las ideas que den respaldo al nuevo proyecto de país que se presenta como tarea urgente.
El oficialismo político encontró en estos funestos tiempos lo que, a su parecer, es la fórmula salvadora: las reformas estructurales. Hay que tomar en cuenta, para empezar, que ya se han presentado, durante los pasados 30 años, una serie sucesiva de ellas con muy discutibles resultados. A las carencias democráticas (elecciones cuestionadas) se debe sumar el lento crecimiento económico de 2 por ciento como promedio anual. A todas y cada una de esas famosas reformas se les adjuntaron, de manera cancina y tonta, una serie de adjetivos como: urgentes, necesarias, dolorosas o responsables para rellenar la narrativa de la versión oficial, una especie de canon secular por demás vacío. Pero las nuevas reformas aprobadas por el Congreso, fueron producto de un pactismo signado por una élite en plena decadencia y, sin duda, agotaron la discutida legitimidad que se obtuvo en la pasada elección. Todas ellas no son el producto de ideas genuinas, elaboradas a partir de las necesidades y, sobre todo, de las aspiraciones de la gente para acceder a una vida de calidad, sino recetas impuestas desde fuera y desde mero arriba, para preservar los privilegios vigentes y darle continuidad al modelo concentrador.
Las actuales acciones de gobierno se enfilan, sin tapujos, hacia una restauración de la vieja subcultura priísta, vertical, autoritaria, clasista, tan obsoleta como incapaz de conducir la energía colectiva actual. Para tal fin se han tomado, una tras otra, diversas decisiones. Todas pretenden ensanchar el margen de maniobra de la Presidencia. Todas abren espacio al patrimonialismo, formador de grupos fieles al dador de favores, atención y contratos. Todas aceitadas con los ingredientes indispensables, ya bien conocidos, de corrupción y la consiguiente impunidad. Tal fue la razón para colocar, como salvaguarda anticipada, al señor Medina Mora, en la Suprema Corte de Justicia de la Nación por los próximos 15 años.
Las evidencias de la concentración de poder se acumulan. Por eso se institucionaliza el reparto de cuotas para designar a todos los integrantes de diversos organismos que se presumen autónomos, el Instituto Nacional Electoral en especialísimo lugar. Siguen en línea otros, como el de las telecomunicaciones, la transparencia, los derechos humanos o la de competencia económica. Si no, por qué se conceden dos cadenas televisivas a sendos grupos de interés, bien conocidos por su afinidad obsecuente con el poder en turno. Esta particular distribución de los medios de comunicación, por demás ajena, distante y engañosa, de esa pluralidad presumida por Peña Nieto al celebrar el otorgamiento de tan formidables aparatos de difusión y condicionamiento social, mandan ominosa señal: sostener la versión dominante. El aparato de comunicación del país, llamado también de convencimiento, ha quedado en manos del empresariado. Los que son operados por conductores distintos son muy menores en alcance y cobertura. Una radio comunitaria por aquí. Dos o tres periódicos contestatarios por allá. Uno, dos o tres programas de comentario, con personajes ideológicamente distintos al oficialismo, para cubrir apariencias. Un reducido manojo de articulistas independientes que publican en medios de tendencias conservadoras bien marcadas. Una revista de protesta y denuncia, otrora boyante, padece ahora severo cerco publicitario. Fuera de estos y unos cuantos más islotes de una cierta libertad mantenida, de manera por demás precaria, reina a sus anchas la más rampante, apabullante y cínica manipulación para sujetar a las masas al diseño restaurador de feroz acumulación del ingreso y la riqueza
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