Octavio Rodríguez Araujo
A
sí como ningún partido es homogéneo ni monolítico tampoco lo es un gobierno, por personalizado que parezca. La hipótesis de algunos analistas de que el futuro gobierno federal será unipersonal y sin contrapesos es relativa. Será unipersonal porque incluso así lo establece la Constitución vigente, pero no carecerá de contrapesos. Por un lado está el Poder Judicial que no es ni tiene por qué ser lopezobradorista y por otro está el Legislativo, que si bien tiene mayoría de diputados y senadores de Morena, también tiene representantes de oposición más los diferentes grupos/intereses de los mismos morenistas que tratarán de jalar agua a sus respectivos molinos.
Para todos, comenzando con los más fieles seguidores de AMLO, está claro que un sexenio no será suficiente para realizar la enorme cantidad de cambios que se ha propuesto su líder máximo. Para todos ellos está claro también que en 2024 alguien tendrá que suceder al ahora presidente electo de la nación, y todos tienen, quiero suponer, sus propios gallos para tratar de convertirlos en candidatos presidenciales dentro de seis años. La lucha por la hegemonía de cada uno de esos grupos comenzó desde hace rato, y también en los partidos cuyos líderes piensan que en la democracia nada está asegurado para un partido o para un grupo político.
En la democracia no todos ganan y quien tiene el poder ahora puede perderlo en los hechos incluso antes de terminar formalmente con su gestión (preguntarle a Peña, por ejemplo). En el PRI, conviene recordarlo, sus líderes estaban convencidos de ser invencibles, hasta que dejaron de serlo. Como dice el dicho:
No hay plazo que no se cumpla, ni fecha que no se llegue, y esto lo saben todos los políticos, los grupos y los partidos, por lo que están trabajando ya por estar bien posicionados para cuando el plazo se cumpla. Ni siquiera en ese partido (el PRI), donde supuestamente el presidente saliente nombraba a su sucesor (que no era precisamente así), se podía estar seguro de quién sería el siguiente. Hubo ocasiones en que llegó a haber hasta siete o nueve precandidatos y algunos de estos ni siquiera supieron de dónde les salió el bueno (por ejemplo en la sucesión Echeverría-López Portillo). Hubo otras en las que ya se había montado el templete en la explanada del PRI y donde los asistentes ya traían puestas camisetas con el nombre de uno de los precandidatos y a puerta cerrada se designó a otro (Salinas, por ejemplo). En un partido como Morena, que asumimos como democrático y transparente, la lucha interna tendría que ser igualmente democrática y transparente, pues hasta ahora no se conoce a otro líder, entre su militancia, con la popularidad y el arrastre del que triunfó el pasado primero de julio.
No es casual que López Obrador dijera en algún momento que trabajarían al doble de tiempo para que su sexenio fuera equivalente a 12 años. Si lo logran, será un verdadero avance, pero si en el camino disminuyen el paso, la
Cuarta Transformaciónquedará en suspenso y nadie está seguro, ni él, que el sucesor (que puede ser de Morena o de otro partido) continúe con la transformación. Él ha dicho que no habrá relección, y le creemos, pero la tentación ya la han tenido otros presidentes en América del Sur y encontraron medios, supuestamente democráticos, para quedarse más tiempo. Esperamos que esto no ocurra en México, pues si bien hemos logrado, con muchas dificultades, el sufragio efectivo del que hablara Madero, los mexicanos también suscribimos la frase complementaria de su divisa: la no relección.
En el pasado Congreso Extraordinario de Morena hubo inconformidades de no pocos de sus delegados. Empero, se modificaron los estatutos y la secretaria en funciones de presidenta se quedará por un año más, y con ella otros miembros directivos. ¿Fue democrático? Formalmente sí, pero quedó la duda entre muchos de que el líder del partido siguiera siendo quien debiera actuar como presidente electo de todos los mexicanos y no, como ocurría en el PRI, en el que el Presidente era también el jefe nato del partido. En mi artículo anterior lo dije y lo repito ahora: aunque AMLO todavía no sea presidente constitucional, es riesgoso que desde ahora, como presidente electo, se pueda establecer una nueva simbiosis gobierno-partido, pues bien sabemos que esto no sería democrático bajo las reglas (incluso no escritas) de nuestro régimen político.
Si aceptamos como cierto que ni el futuro gobierno ni su partido son monolíticos, puesto que hay grupos de interés en el interior de ambos, lo democrático es respetar la disidencia como lo ha repetido mucho Andrés Manuel, y construir el futuro del país con esta realidad. Quizá hasta podríamos dar un ejemplo a otros países de la región latinoamericana de cómo hacer cambios sustanciales sin torcerle el brazo a la democracia. Esto sería lo deseable.
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